Hace unos años, conseguí tirarme a mi amor platónico. Me gustaba desde que tenía dieciséis años y, cada vez que me lo cruzaba en bares o fiestas, hacía que se me mojaran las bragas sólo con ver su melena castaña. Trece años después, se cumplió mi sueño.

Lo malo de esto es que nuestro escarceo duró poco, y que en el camino perdí la dignidad.

La cosa fue tal que así:

Yo acababa de volver a mi ciudad y lo había dejado con mi novio. Y cuando más deprimida estaba (por entonces no existía el Satisfyer) me lo encontré una noche en una taberna de mala muerte. A la media hora ya estábamos metiéndonos la lengua hasta la campanilla.

Me había lanzado yo, deseosa de probar por fin esos labios carnosos.

“Qué fácil…”, recuerdo que me dijo, con media sonrisa. “¿Por qué esperar?”, contesté. Me sentí la mujer más madura, decidida y segura de sí misma del planeta por ir a por lo que quería cuando lo quería. Poco a poco, ese sentimiento fue derivando hacia la vergüenza más absoluta.

Aquella noche acabamos en la cama. Cuando se fue, tras despedirse con un profundo beso, me dijo: “Ahora pasaremos el uno del otro, ¿no?”. Pensé que estaba de broma, pero él siguió bastante bien ese guion.

“¿Qué tal el día?”, me escribió por la noche. Intercambiamos algunas frases, le dije que me debía una copa. Y no se supo más. A partir de ahí, el resto de noches que nos acostamos fue… porque yo lo perseguía.

amor platónico

La dinámica era la siguiente:

  1. Yo salía de fiesta, guapísima. Buscaba amigos debajo de las piedras. (Llegué a salir sola con la esperanza de encontrarme a alguien).
  2. Merodeaba por fuera del bar al que sabía que él siempre iba. Si no estaba, me deprimía. Si lo veía, la dopamina y la adrenalina me drogaban mucho más que ciertas pastillas que venden por ahí.
  3. Convencía a mis amigos para entrar al bar con cualquier pretexto. Una vez dentro, me las apañaba para cruzarme con él.
  4. Él se inventaba excusas como que tenía el móvil roto.
  5. Aproximadamente a los 15 minutos ya nos estábamos comiendo el morro.
  6. Nos acostábamos, hacíamos la cucharita, dormíamos juntos, comíamos juntos al día siguiente.
  7. Me decía que estaba agustísimo conmigo, que era una diosa, que no había conocido a nadie como yo. Cantábamos Frank Sinatra por las calles de madrugada. Yo me ilusionaba y esperaba durante toda la semana su mensaje de amor.
  8. No me escribía.
  9. Llegaba el viernes y la rueda volvía a girar. Mi dependencia de él, mi necesidad de recibir migajas de cariño, me hacían volver a perseguirlo.

Esta rueda infernal se alargó durante unos ocho o nueve encuentros. Yo me estaba volviendo loca. No entendía que durante la semana no me hablara y que al encontrarnos fuera tan cariñoso y pasional. Y pasó lo que tenía que pasar. Una noche, estando él fuera de la ciudad, me crucé con sus amigos. Uno de ellos me tiró mucho la caña. Yo iba medio inconsciente, y acabé en su casa. Y casi me quita la virginidad anal.

A la mañana siguiente tenía dolor de ano y muchísima vergüenza. No quería salir de casa.

amor platónico

Pero ese mismo fin de semana volví a perseguirlo. Cuando nos cruzamos, me hizo un gesto de saludo con el mentón y salió del bar. Yo lo seguí por la calle, lo intercepté, le dije que no teníamos nada, que no se hiciese el digno. Él parecía no inmutarse, lo cual me ponía más nerviosa aún.

Conseguí quedar con él a tomar un café a la semana siguiente. Me dijo que claro que no teníamos nada, pero que le había parecido feo. Él estuvo muchos meses sin salir de fiesta. Yo le escribí una carta declarándome. Y nunca más lo volví a ver.

Lo bueno que saqué de todo esto fue que yo sí seguí saliendo de fiesta. Seguí frecuentando los mismos bares, con la cabeza alta, sin miedo a cruzarme con él. Pude aplacar la vergüenza y ser consciente de que, en el amor y en la guerra, todo vale.