Hace mucho tiempo, mucho antes de tener mascota, leí en algún lado que los perros y los gatos no son mascotas, sino que son ángeles de cuatro patas. En su momento, y debido a que no había tenido uno jamás, pensaba que se referían a que son una buena compañía, que son dulces… esas cosas. Me quedé en la superficie. Pero ahora, tras haber vivido por fin lo que es tener uno de estos angelitos en mi vida —de hecho, dos—, comprendo mucho mejor las dimensiones de esta frase. Y es que, en mi caso, mi primera gata, Nana, hizo más por mi madre de lo que nadie más pudo hacer en años.

Alguna vez he hablado, por encima, de lo mal que lo pasé en mi niñez y adolescencia —bueno, que en la adultez un poco también— debido a algunos familiares que se dedicaron, durante años, a minar mi autoestima, a hacerme sentir una mierda, una inútil y un montón de cosas más porque estaba gorda. La cosa es que no fui la única que sufrió estos ataques, sino que mi madre también y muy duros.

Cuando perdió a su padre, siendo yo muy pequeña, cayó en una depresión de la que nadie la ayudó a salir, llegando a mantenerse por muchos, muchos años. Lo malo no era solo que nadie la ayudara, sino que esas mismas personas que venían contra mí —con mi abuela a la cabeza—, también machacaban a mi madre, hundiéndola más y más en la mierda.

Ella, que tenía un pelo ondulado precioso, azabache, que se ponía vestidos coloridos y se maquillaba, que iba arreglada con poco que se pusiera, que era coqueta, se ponía sus rulos y todo… empezó a dejar de maquillarse, se cortó el pelo para no tener que arreglárselo, empezó a vestir colores oscuros y a llevar ropa que no le favorecía… Dejó de ser la que era, y todo por las constantes críticas. Pero claro, minarla hasta ese punto, no era suficiente, porque entonces empezaron a criticarla porque no se arreglaba, porque se había cortado el pelo, porque vestía como una vieja… La cuestión era, como siempre, criticar, hundir en la mierda a los demás, supongo, para sentirse por encima.

Durante muchos años yo no fui consciente de esto, era muy joven y también lidiaba con mi propia mierda, pero a medida que crecí y fui viendo el caos, el dolor y las malas vibraciones que había en mi casa, sobre todo cuando mi abuela pasaba tiempo aquí, decidí ser yo la que cuidara de mi madre. Y, durante muchos años, así fue.

Hasta que mi abuela murió, y entonces en mi casa se empezaron a poder hacer cosas que antes no. Como, por ejemplo, tener una mascota. Mi madre no quería, tenía el recuerdo de sus perras cuando era pequeña y de lo mal que lo pasó cuando estas murieron. Pero yo quería tener esa pequeña dulzura en casa, pensaba que, al menos, sería un alivio. Sí, pensé de manera egoísta en un principio, quería yo vivir esa experiencia.

Y entonces llegó ella. Mi Nana. Una panterita bebé, negra como el azabache, con los ojos dorados y apenas tres semanas de vida. Con su llegada, comenzó toda la odisea de cuidar de un bebé: darle biberón cada tres horas, llevarla a la arena a hacer pis para que no se lo hiciera encima, enseñarle a trepar, a saltar, a jugar…

Nana era un primor, le encantaba tumbarse a dormir encima de una rana de peluche enorme, en la cocina, mientras nosotros comíamos y cenábamos. Cada vez que escuchaba a mi madre llamarnos, ahí aparecía ella, feliz, en la puerta de la cocina como una más. Cuando mis padres se sentaban a ver la televisión en el comedor, Nana pasaba siempre un rato tumbada encima de mi madre, y luego se dormía con mi padre. Y aquello, poco a poco, fue haciendo mejorar a mi madre. Cuidaba de Nana con primor: se preocupaba de sus comidas, le encantaba cogerla en brazos como a un bebé, que se subiera con ella en el sofá…

Por desgracia, Nana se nos fue muy pronto por una enfermedad que tenía de nacimiento, nos dejó un gran vacío, pero también una felicidad inmensa. Donde antes había gritos y discusiones, ya solo había paz, calma y risas constantes. Donde había una mujer triste y desamparada, empezó a renacer una mujer que, aunque no se ha recuperado del todo porque los años no perdonan, ya no llora por las esquinas. Cuando Nana se fue, decidió llevarse con ella todo lo malo para dejarnos la paz que tanto ansiábamos. Fue nuestro ángel negro, nuestra pantera bebé, la que luchó por arrancar todo lo malo que nos dolía, que nos hacía sangrar el alma.

Hace casi ocho años llegó a casa nuestro segundo ángel, Leo, el príncipe. No es tan cariñoso como Nana, pero sigue teniendo predilección por mi madre: la busca, la llama, duerme las siestas a sus pies… Y mi madre sigue encantada porque, de nuevo, tiene a un pequeño de cuatro patitas que la acompaña incluso de noche.

Ahora. Ahora es cuando entiendo esa frase por completo, cuando soy capaz de comprender por qué los gatos y los perros son ángeles de cuatro patas. Porque ellos son capaces de curar las heridas de nuestra alma sin pedir nada a cambio.

 

Nari Springfield.