Llevábamos poco tiempo viviendo en aquel piso, unos meses. A mi marido le habían ofrecido un ascenso en su empresa, pero debíamos mudarnos a Madrid, porque allí estaban las oficinas centrales. No nos lo pensamos, era una buena oportunidad para él y mejor sueldo, así que nos mudamos.

Encontrar piso no fue fácil, pero al final alquilamos un pequeño apartamento en un barrio humilde a las afueras de la ciudad. Suficiente para nosotros dos.

Los primeros meses fueron duros. Yo no dejé mi trabajo, me ofrecieron la oportunidad de teletrabajar desde nuestro nuevo domicilio, pero una vez al mes tenía que trabajar en la oficina, así que esos días me trasladaba a nuestra antigua ciudad y dormía en casa de mis padres, que viven allí. Así que una semana al mes, todos los meses, yo me iba de viaje.

A la vuelta de uno de esos viajes me encontré con la situación más incómoda que he vivido en mi vida. Según llegué aquella mañana, salíamos mi marido y yo de casa para hacer unas compras, no teníamos nada en la nevera.  Nos cruzamos en el portal con la vecina de al lado, una señora de unos cincuenta años con la que apenas habíamos hablado en los meses que llevábamos allí viviendo. Ella entraba y nosotros salíamos.

-¡Hola, buenos días! –  dijimos a dúo. La señora contestó lo mismo, pero nos miró de una forma extraña, como si quisiera decirnos algo, pero no se atreviera. En ese momento me fijé en mi marido, estaba bastante nervioso, no sabía aun por qué, pero la presencia de aquella vecina le incomodaba, tenía como prisa por llegar a la puerta del portal.

La mujer continuó su camino, pero cuando estaba a la altura de los buzones, se giró y le dijo a mi pareja:

– A ver si le explicas a mi marido qué es lo que haces para que tu mujer grite de esa manera, que yo en treinta y cinco años que llevo casada no he tenido un orgasmo así.

Y acto seguido se echó a reír, como si aquella broma sólo le hubiera hecho gracia a ella.

Tenía que ser una broma de mal gusto porque yo no entendí nada. Yo no era demasiado escandalosa en la cama y encima hacía un tiempo considerable que no follábamos. Entonces la vecina prosiguió:

-No, en serio chicos, está muy bien que hagáis el amor, pero si podéis bajar el tono a ciertas horas os lo agradezco, porque anoche teníais una montada que me estaba dando hasta envidia. – Volvió a echarse a reír y entonces sí, continuo su camino hasta subirse al ascensor para volver a su casa, supongo.

Una vez ya en la calle me puse roja de la rabia. Miré a mi marido y le increpé:

-¿Se puede saber de qué está hablando? ¡Si yo he llegado esta mañana de casa de mis padres!

-No lo sé cariño, se habrá equivocado, habrá escuchado a otros hacerlo y se pensó que éramos nosotros. – Sus palabras sonaron muy poco convincentes. Digamos que lo de mentir nunca fue algo que se le diera bien.

Y de esta forma tan tonta, gracias a una vecina bocazas, me enteré de que mi marido me estaba poniendo los cuernos.