Al ser humano siempre le ha gustado aparentar. Desde el albor de los tiempos, el hombre de cromañón decoraba su cuerpo con pinturas y pieles como expresión de un lenguaje visual, mucho anterior al lenguaje oral y, por supuesto, al escrito. Lo que poseemos, lo que mostramos al mundo, denota nuestra posición social, nuestra procedencia, nuestra cultura, nuestras creencias y hasta nuestro estado civil. Como seres sociales, sólo alcanzamos a conocernos observando el reflejo que proyectamos en las pupilas ajenas. Lo que los demás piensen de nosotros, configura en gran parte la imagen que tenemos de nuestra propia persona. Pero, aunque esta es una verdad universal y atemporal, lo cierto es que a día de hoy vivimos, más que nunca, de apariencias. Es la era del “poserismo”.

Para los primermundistas, este siglo es la caña. Vivimos en un entorno seguro, lleno de comodidades, en el auge absoluto del consumismo e Internet. La vida, en términos Maslowianos, es simple y placentera aquí. Podemos ser quien queramos ser, hacer lo que queramos hacer, y mostrarle al mundo nuestra diferenciación. Y aquí entran en juego los monstruos de la nueva era comunicativa: las redes sociales.

La omnipresencia de Internet y el perfeccionamiento y diversidad de dispositivos a nuestro alcance, especialmente los smartphones, han cambiado por completo nuestra forma de comunicarnos, e incluso de vivir. Las redes sociales se han convertido en parte activa de nuestras vidas. La identidad digital ya no es una opción, es una obligación. La inclusión en grupos de amigos, la organización de equipos de trabajo, la educación de nuestros hijos… todo pasa por las redes. No podemos tener una imagen completa de la actualidad sin acceso a ellas, y difícilmente podremos mantener el contacto con los diversos ámbitos de nuestras vidas sin, como mínimo, una cuenta de Whatsapp.

Esta nueva deriva comunicativa nos ha llevado a la cúspide absoluta de la exhibición. La mayoría de nosotros mostramos, a través de nuestras redes sociales, y de forma completamente voluntaria, lo que vestimos, lo que comemos, donde viajamos, las series o películas que vemos, y, en general, cualquier actividad que llevamos a cabo. Estamos completa y absolutamente expuestos. No voy a entrar ahora en los riesgos que eso supone, mi reflexión va más en la línea de “qué mostramos al mundo”.

Y es que parece que todos debemos tener una casa de revista, montones de ropas de marca, viajar a sitios exóticos (donde, por algún motivo misterioso, nunca hay el típico turista chino jodiéndote la foto…), comer en sitios de moda, tener perros y gatos adorables y relaciones perfectas.

Todos tenemos que ser guapísimos y guapísimas, practicar mucho deporte (y, por supuesto, demostrarlo subiendo fotos de nuestros cuerpos en poses imposibles), pasarlo siempre genial y estar divinos de la muerte hasta para comer ganchitos frente al PC. Ah! Y hay que hacer cosas, muchas cosas. Lo que sea… ¡elige tu rollo! Puede ser senderismo, compras compulsivas, recetas de tu abuela, correr maratones o maquillajes de pesadilla. La cuestión es que elijas una, dos actividades a lo sumo, y las conviertas en el eje central de tu identidad. Y procura que todo el mundo se entere de tus logros a través de las redes, no vayan a pensar que eres un mediocre.

¿Es que ya nadie es anodino? Echo de menos encontrarme con gente abiertamente sosa, sin inquietudes, ni talentos.

Cuando era pequeña mis padres tenían unos amigos que eran el aburrimiento personificado: no les gustaba viajar, ni salir a comer a restaurantes (porque “como en casa no se está en ningún sitio”); no practicaban ningún deporte, no colaboraban con ninguna asociación, no se juntaban apenas con amigos, ni siquiera coleccionaban dedales. Trabajaban y volvían a su horrible y enano piso de las afueras (que parecía decorado por un interiorista ciego) a ver películas y programas de televisión, que tampoco es que les gustaran, pero llenaban las horas de su gris existencia hasta la hora de dormir.

No olvidemos que hay gente así, que pasa por la vida sin pena ni gloria. Y no pasa nada por ser así. No todos somos interesantes, y a veces los esfuerzos desmesurados en un burdo intento por parecerlo solo consiguen ridiculizarnos y generar frustración. Intentar emular las actitudes que observamos en redes puede crear falsas expectativas sobre nuestra vida y hacernos sentir inferiores. La realidad es que no todos vivimos en pisos flipantes con decoración de catálogo de Ikea, no todos tenemos un cutis de mármol y un cuerpo perfecto (y en esto incluyo el rollito body positive porque, sí amiga, se puede ser gorda y contrahecha, no todas somos “gordibuenas”), ni todos somos felices y tenemos dinero.

Pero, sobre todo, no todos los asuntos tienen interés… si sacas a pasear al perro a las cinco de la mañana porque tiene diarrea, si se te han quemado las croquetas, si dibujas como un niño de cinco años o si haces esculturas con la pelusa de tu ombligo, pues genial, pero no hace falta que lo grites a los cuatro vientos. No todos somos influencers, gracias a Dios, y no tenemos porque esforzarnos en dar a conocer nuestro modus vivendi, esperando que a alguien le importe una mierda. ¿No sería mejor aprender a vivir como de verdad queremos, sin filtros, sin necesidad de validación? Pero, de nuevo, es algo que está en nuestra naturaleza…

ARAN AZ.