Había planeado escribir mi historia en vuestro foro, pero lo he pensado mejor y creo que lo que yo viví puede ayudar a alguna chica en mi misma situación. ‘Problemas del primer mundo‘ (odio esta expresión), pensarán algunas. Pero mis problemas al fin y al cabo. Problemas de esos que no te dejan ser feliz y te ahogan por las noches.

Estaba en el instituto, recién llegada, cuando empezó toda mi pesadilla. Venía de un colegio pequeño, en el que nos trataban a todos como si formásemos parte de una gran familia, y de pronto verme rodeada de cientos de desconocidos se me hizo muy cuesta arriba. Allí nadie se preocupaba por ti personalmente, tú misma debías sacarte las castañas del fuego, cada uno iba a lo suyo y yo no tenía ni idea de por dónde debía ir yo.

Tan solo tenía trece años y ya empezaba a entender que mi etapa en secundaria no iba a ser un camino de rosas. Y a todo este nuevo mundo había que sumarle que yo en apariencia todavía era la viva imagen de un ser infantil. Rodeada de niñas de mi misma edad que ya vestían y lucían como adolescentes creciditas, a las que lo que realmente les preocupaba eran sus líos amorosos y sus quedadas mientras yo seguía loca porque llegase el fin de semana para jugar con mi hermana a nuestras muñecas.

Todo esto hizo que me integración fuese una verdadera pesadilla. Aquella mochila rosa de la que colgaban cinco llaveros de diferentes princesas Disney era el primer motivo de burla contra mí. Mis compañeros no entendían que esa niña gordita que yo era no mostrase interés por grupos de música alternativos o por tener un móvil con mil aplicaciones. El instituto era mi pesadilla diaria, las bromas sobre mi aspecto se empezaron a repetir casi a diario y al final toqué fondo conformándome con ser la friki de la clase.

No quise avisar en casa de lo que estaba sucediendo. Pensaba que mis padres ya tendrían sus propios problemas como para cargarles con el peso de que un montón de niñatos se estuvieran mofando de su hija sin cortarse. Según pasaban los meses intentaba integrarme acercándome a los distintos corrillos que se formaban en clase. Lo habitual era que yo estuviese sola, sentada en mi mesa, leyendo o pensando en cuánto tardarían en cambiar las cosas.

Recuerdo un día, terrible por cierto. Entre todas las chicas de la clase se pusieron de moda unos horribles pantalones de tiro extremadamente bajo. Todas, sin excepción, traían su buen par de jeans de marca y todas, también sin excepción, enseñaban la raja del culo ante cualquier mínimo movimiento. Pensé que quizás aquella era mi oportunidad para mimetizarme con mi entorno, y le pedí a mi madre que me regalase un modelo de aquellos pantalones.

Ella no se lo podía creer, aquello no pegaba ni un poco conmigo, y además estaba por ver cómo me sentarían a mí teniendo en cuenta la barriga con la que contaba. Fuimos juntas a la tienda y al probármelos, juro que jamás he estado tan incómoda en mi vida. Mamá me dijo que aquello no era para mí, que me regalaría otro modelo de vaqueros si yo quería, pero yo empecé a llorar desconsolada diciéndole que tenían que ser aquellos. Mi madre no entendió nada y al final cedió.

Al día siguiente marché orgullosa (e incómoda a más no poder) con mis vaqueros nuevos de súper marca. No tenía muy claro que el conjuntarlos con un jersey de Minnie Mouse fuese lo adecuado, pero en aquel momento lo importante era lucir como una más costase lo que costase.

Tengo grabado en mi memoria el instante en el que el timbre sonó y entré por la puerta de la clase. Todavía puedo ver a mis compañeros mirándome de arriba a abajo, puedo escuchar sus risas de sorna, y puedo verlas a ellas observándome con cara de asco. A lo largo del día todos parecían encontrar gracioso que yo me hubiese comprado aquel par de malditos pantalones. Un par de chicas me dijeron que me sentaban genial, otro chico comentó que uno de los botones de mi cintura podía ser un arma letal.

Pero lo peor llegó cuando el profesor de matemáticas decidió que saliese a la pizarra a completar unas operaciones. La mala suerte quiso que la tiza se me cayese al suelo y, al agacharme para recogerla, el horrible pantalón bajó más allá del culo dejando al descubierto mis nalgas. La clase explotó en una carcajada inmensa, el profesor intentaba poner orden pero no encontró la manera. Quise desaparecer del mundo en aquel mismo instante, y diré más, quise morirme por primera vez en mi vida.

Jamás volví a ponerme aquellos estúpidos pantalones.

Estaba claro que mi etapa en el instituto se marcaría a fuego en mi vida como un punto negro, muy oscuro, que no querer recordar. Y las cosas se pusieron incluso peor pasado un año, cuando Roberto entró en mi clase. Él era EL CHICO. Era guapísimo, simpático, buen estudiante pero a la vez muy buenrollero. Jugaba al baloncesto y tenía a más de media clase loquita por sus huesos. A mí, la primera.

Fue el primer chico que me hizo plantearme una existencia más allá de películas de dibujos y juguetes infantiles. Escribía su nombre en mis libretas, hablaba de él en mi diario y me imaginaba cómo sería salir con él. Y todo habría ido bien de no haber sido por la idiota de Maite, la peor de las personas que habitan este planeta, esa que una mañana decidió que era divertidísimo coger mi agenda y leerla en voz alta ante todos los demás. Esa que destapó mi cuelgue por Roberto. Yo, la rarita de la clase, también tenía sentimientos ¡sorpresa!

Después de aquel asqueroso episodio llore durante varios días. Me miraba en el espejo y me daba un asco que me hacía hasta vomitar. Me odiaba, odiaba mi vida y a mis padres por haberme criado como esa niña infantil que a ellos les encantaba. Fueron meses de verme muy perdida, en los que la soledad se convirtió en la peor de las losas.

Al final de aquel curso mi padre llegó un día a casa con la noticia de que volveríamos a trasladarnos una vez más a otra ciudad. No mentiré, me alegré muchísimo de aquella decisión. Dejaría atrás las burlas y los disgustos continuos. Me prometí empezar de cero, y lo hice desde el mismo momento en el que embalé todas mis cosas. Hice limpieza de todo aquello que me recordaba a esa etapa de pesadilla. Tiré ropa y recuerdos que solo me producían angustia. Mi nuevo hogar significaría también un nuevo rumbo para mí, lo tenía claro.

Tenía casi quince años y en cuanto nos instalamos en nuestra nueva casa le pedí a mi madre que me acompañase de compras. Esta vez necesitaba su sinceridad y sus consejos. Fui franca con ella ‘mamá, ya no soy una niña y necesito vestir con algo que me identifique‘. Ella empezó a atar cabos y no dudó un segundo en convertirse por una tarde en aquella amiga fiel con la que yo no contaba. Recorrimos tiendas, charlamos, merendamos… Y para cuando volvimos a casa yo sentía que aquella niña de hacía unos meses había quedado en el pasado.

De pronto quería salir y mostrar al mundo que todo ese daño que me habían hecho había servido para hacerme más fuerte. No quería convertirme en una ‘molona’ más, sino en la chica que realmente era y que había llevado escondida tantos meses. Empecé a arreglarme más, a sentir curiosidad por tutoriales de maquillaje, empecé a leer revistas que antes pensaba que ‘eran solo para mayores’… Estaba saliendo de mi cascarón.

Entré en mi nuevo instituto sin miedo, pisando fuerte, y dejando claro que yo estaba allí para estudiar y pasármelo bien. Mi repentina seguridad me ayudó muchísimo para conocer a mis compañeros. Aunque todavía era esa chica tímida y silenciosa, no dudaba en sonreír y hablar con aquellos que se acercaban a mí. Poco a poco era una más de la clase, no había burlas ni bromas sobre mi aspecto porque toda yo transmitía el estar cómoda con mi forma de ser y mi modo de verme.

Salía los fines de semana, tenía amigas con las que cotillear e incluso intermediaba cuando se daba alguna injusticia en el instituto. Pocos sabían que hasta hacía unos meses yo era esa niña incomprendida y perdida, y a todo el que se lo contaba alucinaba con mi relato.

Y tras casi un año de felicidad total, el trabajo de mi padre nos envió de regreso a aquel instante negro de mi existencia. Por favor, jamás olvidaré las miradas de mis padres cuando me dijeron que debíamos regresar a aquella ciudad. Ellos mismos sabían que algo no había ido bien y que quizás yo entraría en cólera al enterarme. Pero algo me hizo tomármelo de otro modo.

Me ofrecieron la posibilidad de matricularme en otro instituto, pero fui yo la que pedí volver a mi punto de partida. Necesitaba enfrentarme a aquel pasado de mierda que había guardado casi bajo llave tanto tiempo. Quería cerrar el ciclo que tanto me había torturado.

En septiembre de aquel año, preparé mi mochila y volví a entrar una vez más por las puertas de aquel instituto. Temblé un instante al recordarme sola y asustada en medio de aquel patio de cemento. Respiré hondo y me dirigí segura a mi clase.

Me acerqué al aula, mirando a mi alrededor y recordando cada cara, a cada uno de mis antiguos compañeros. Todos ellos, completamente ignorantes de que yo había vuelto, charlaban entre ellos incluso comentando que en la lista de alumnos volvía a estar ‘esa friki gorda‘. La rabia recorrió mi cuerpo y, sin mediar palabra, tomé asiento en una de las mesas libres.

Dos segundos después vi entrar a Roberto por la puerta, tras de él Maite bromeaba con otras chicas mientras buscaban un lugar donde sentarse. La única zona libre era la que estaba justo a mi lado, así que todos tomaron posiciones a menos de medio metro de mi pupitre.

En pocos segundos Maite me dirigió su mejor sonrisa y me preguntó si era nueva. Su amabilidad rozaba lo absurdo. Respondí que era ‘más o menos‘ nueva. Acto seguido Roberto, que se había sentado delante de mí, se giró para presentarse. No me lo podía creer, ¿de veras eran tan ciegos como para no darse cuenta de quién era yo?

El profesor entró en el aula y tomó el listado de alumnos para pasar lista. Cuando al fin pronunció mi nombre y mis apellidos dos de mis adorados compañeros decidieron hacer el sonido del cerdo, yo levanté la mano y dije ‘presente‘ lanzando una mirada inquisidora contra los graciosos de turno. Maite me miró, Roberto volvió a girarse, los había dejado sin palabras.

El resto de la mañana fue un cúmulo de preguntas y de buenas palabras hacia mí. Me mantuve fuerte y dejé claro que yo era esa chica, que no les guardaba rencor pero tampoco estaba dispuesta a olvidar todo lo que me habían hecho pasar. Recuerdo que Maite, en una ataque de sincericidio, asumió que había sido una hija de p*ta y que nadie se merecía tan mala ostia por su parte.

Si sus palabras fueron sinceras, la verdad, ni lo sé ni me importa. Personalmente, no quise centrarme en hacerme súper amiga de aquella gente. Había decenas de chicas y chicos nuevos en el instituto y en seguida entablé relación con muchos de ellos. Los demás, esos bromistas de pacotilla, eran de nuevo mis compañeros y poco más.

¿Y Roberto, aquel chico que me tenía enamorada? Él, pasadas las navidades, decidió que alguien como yo se merecía a un chico de su nivel y que era un buen momento para invitarme a salir. No sabéis lo gratificante que fue decirle que yo no estaba en ese punto, que le agradecía el detalle pero que pasaba de amoríos de mi infancia.

En mi caso, el tiempo, el espacio y sobre todo mi familia, ayudaron una barbaridad para que yo misma encontrara mi camino en ese laberinto de emociones que es la adolescencia. Salí de mi crisálida sin necesidad de demostrarle nada a nadie, únicamente por mí y porque me tocaba ser feliz de una vez por todas.

Sé que no he sido la única en esta mierda de situación. Todo pasa, chicas, seamos gorditas, delgadas, vistamos de rosa o nos encante el heavy… Todas valemos y nos merecemos una vida en condiciones. Que nadie nos pase por encima, valemos mucho más que todo eso.

Fotografía de portada