Cuando tenía 13 años me partí la cara patinando sobre hielo. Era la tarde de Reyes y mis amigas y yo decidimos pasar la tarde en la pista que habían puesto en el centro de la ciudad. Perdí la estabilidad y acabé con una fractura en el brazo y una brecha en la barbilla que por suerte hoy se ha convertido en una pequeña cicatriz. Recuerdo que mi mayor miedo al verme contra el helado suelo fue ‘mierda, ¿se me habrán roto las gafas?’. Cualquier miope sabe la pasta que cuesta una montura nueva o graduar unos cristales y en ese momento lo que más me preocupaba era que mis padres se enfadasen por eso.

Pasaron los años y no volví a pisar una pista de hielo. Me aterraba volver a caerme y partirme la boca o que me cortasen un dedo –rayadas absurdas que tengo, no me juzguéis–. Sin embargo, el invierno pasado me animé y volví a ponerme los patines. Lo hice porque ella estaba a mi lado dándome la mano. Mi incondicional, mi compañera de aventuras, mi cervecera-ecologista-moderna-periodista, mi mejor amiga.

Nos conocimos con diez años, cuando el significado de la amistad es sentarte al lado en clase e ir al parque juntas. Después llegaron las llamadas telefónicas eternas. Recuerdo que en mi casa teníamos una tarifa por la cual nos salía gratis hablar durante una hora, pero si te pasabas de tiempo te cobraban. Cuando llevábamos 55 minutos al teléfono colgábamos y volvíamos a llamar. Así podíamos estar la tarde entera.

Los campamentos llorando porque echábamos de menos a nuestra familia, las noches jugando al Habbo, las cartas de amor, nuestros primeros novios, salir a pedir dinero en Halloween, los disfraces de Carnaval, las llamadas de nochevieja. Todo lo vivimos juntas y aunque nuestras vidas eran un mar de caos e inseguridades, al tenernos la una a la otra la vida cobraba sentido.

En el instituto todo cambió, pero nosotras seguimos igual, de la mano hasta el fin del mundo. Novios, rupturas, suspensos, chuletas –ella en química y yo en historia–, desengaños amistosos, dramas familiares. Yo viví los suyos y ella los míos.

Pensaba que una forma de alegrar sus días era regalándole un geranio cada jueves para que lo plantase en su inmenso jardín. Qué menos, si ella alegraba los míos con su sola presencia.

Supongo que Cristina fue la primera persona con la que sentí que podía enfadarme, pero que nada cambiaría. Es como cuando discutes con tu hermano o con tus padres; sabes que pase lo que pase seguirán estando ahí porque os une un vínculo de sangre. Lo que nos ataba a nosotras era más que eso. Se trataba de una decisión consciente de estar juntas pasase lo que pasase.

Ahora, 14 años después y a 214 kilómetros de distancia, todo lo que nos une es más de lo que nos separa. Somos tan distintas como parecidas. Sólo puedo decir que me siento orgullosa de haber visto cómo ha crecido, superando los obstáculos que la vida le ha ido poniendo –que no son precisamente pocos–.

Amiga mía, gracias por existir, por aparecer en mi vida y por quedarte. Ojalá te vieses con mis ojos para descubrir la magia que albergas.

Resultado de imagen de RACHEL MONICA