Querido Papá Noel:

Me encantaría empezar esta carta como lo hacía cuando era una niña:

“Este año me he portado muy bien, he sido muy buena”.

Pero a estas alturas de la película he asumido que nadie se porta siempre muy bien, y que nadie es siempre muy bueno.

Este año me he portado todo lo bien que he podido, y he sido todo lo buena que me he querido permitir.

Sin faltar a la verdad, la mayor parte del tiempo intento ser mi mejor versión, pero siempre queda otra parte del tiempo en la que me doy el lujo de ser tan real como el mal humor con el que me levanto hasta que me tomó mi primer café.

He sido egoísta demasiadas veces;
he sido desagradable en muchas ocasiones;
he sido perezosa cuando sabía que no me lo podía permitir;
he sido borde con personas que no se lo merecían;
he mentido, he blasfemado, he pecado y he levantado la alfombra para esconder la suciedad que no me apetecía limpiar; en sentido literal y figurado.

Pero también he sido generosa casi todos los días de mi vida;
he sido sincera cuando tenía que serlo (sin caer en el sinceridicio de dar opiniones que nadie pide y que a nadie le interesan);
he sido la mejor amiga que he sabido ser;
he sido todo lo buena hija que he podido ser;
he querido a mi chico tan bien y bonito como él ha sabido hacerlo;
he adorado a mi abuela por encima de todas las cosas de este mundo.

He sido tan mala como un ultraprocesado. Dañina sin matar;
y tan buena como el placer de comértelo.

Me encantaría que todos los deseos que te tuviera que pedir fueran aquellos que ya me concediste siendo una niña.

Una niña pequeña, porque reconozco que ahora sigo siendo una niña en muchas ocasiones, y que siempre seré una niña en la mirada de mi padre.

Ojalá fuera tan fácil como abrir aquel “Pipo Gestitos” que pesaba casi más que yo.
Que me hacía sentir tan mayor ejerciendo de mamá, y que daba un poco de miedo y grima con esa cara móvil que gesticulaba imitando el llanto de un bebé real.
Lo cierto es que ahora mismo en cuanto a bebés, solo pido que mi ahijada nazca con toda la salud que le puedas dar.
Que ella y su madre sepan que siempre van a ser mi familia, que nunca caminarán solas.

Ojalá abrir con la misma ilusión “La casa grande de Pinypon”.
En la que me podía pasar horas regando las plantas de su azotea, acudiendo a su peluquería, o tomando un minicóctel en la terraza chillout con sombrilla amarilla de paja.
Ahora en cuanto a casas, solo puedo dar las gracias por valorar la de mis padres.
Por sentir que viva donde viva, volver allí, volver al “Picoto”, es felicidad, es hogar.

Ojalá abrir el “Diseña tus flores”, con el que creaba aquellos ramos tan coloridos y llenos de aromas que ahora me transportan al ‘96, aquellos ramos que me duraban una eternidad.
Ahora tengo que reconocer que la única planta que sobrevive a mis cuidados es el árbol de plástico de navidad.

Ojalá pedir para mi amiga, un teléfono “Línea Directa”.
Creo que ya sabe que los chicos que te llamaban desde ese teléfono eran igual de falsos que todos los que conoció este año por Tinder.
Quizás con el primero se ahorraría el disgusto de quedar con alguno del segundo, y notar que en su mano derecha, el dedo anular tiene una marca de anillo que intenta ser ocultada.

Ojalá pedir para otra de mis amigas, un diario digital de aquellos con contraseña, que simulaban ser una PDA de color violeta y rosa.
Tal vez si escribiera ahí esas “indirectas tan directas” que sube en sus “stories”, le doliera menos cuando la persona a la que van dirigidas no reacciona a ellas.

Ojalá recibir un “Robot Emilio”, ese que nunca llegué a tener.
Y que limpiara ahora todo mi minúsculo piso los sábados por la mañana y así poder pasármelos en cama viendo películas malas navideñas en bucle, aunque no sea navidad.
Tal vez él no se quedara atascado siempre debajo de la misma estantería como hace mi “Conga”.

Ojalá pedirte otro Tamagochi, como aquel que me duró con vida hasta 32 días, para cuidar de alguien que solo requiere que le limpies las cacas un par de veces al día, y que le des de comer dándole a un botón.
Así nadie juzgaría si quiero darle el pecho o no a mis futuros hijos.

Ojalá ser tan feliz como el día 25 de diciembre de 1997, cuando me levanté con cierto miedo a que no hubieras pasado; pero tú supiste que me había mudado de casa, aunque me olvidase de mencionarlo en la carta que te escribí.
Supongo que son cosas de la magia.

En realidad este año voy a ser muy breve en mi lista de peticiones, solo te pido una cosa:

Que tarden mucho en llegar las sillas vacías en Nochebuena.
Tanto como la ley de vida nos permita.
Y que siempre le dé el valor que tiene, a la presencia de los míos.

Que siempre sea consciente de la suerte de tenerlos, antes de necesitar que falten para hacerlo.

Marta Freire @martafreirescribre