Querido gilipollas- o ex novio- que en tu caso vienen a ser sinónimos.

Quiero decirte que no, que hoy no. Que ya no. Que le he ganado la guerra al miedo, que soy más fuerte que tú.

Quiero decirte que me mentiste, me humillaste y me redujiste a una décima parte de lo que podía ser. Me convertiste en un ser dependiente, mendigando los restos de tu amor propio, buscando desesperadamente un te quiero, intentando acallar las voces en mi cabeza que me gritaban que me fuera, que jamás me quisiste.

Me veías maltrecha, herida, moribunda. Y te reías, te sentías con fuerza a sabiendas de que tu «sin mí no eres nada» se había convertido en mi mantra, en mi mandamiento más sagrado.

Y cada día yo me iba haciendo más y más pequeñita y tú más y más grande a mi costa.

Y te rogué. Te imploré de rodillas que me dejaras, que me dejaras marchar porque se me escapan las ganas de vivir, porque me pudría en vida y ya no me quedan fuerzas. Y tú me mirabas, como quién mira unos zapatos rotos de tanto andar y seguías tu camino.  Y yo me sentía insignificante.

Quizás estarás orgulloso. Quizás pienses que me tuviste, que me poseíste de todas las maneras posibles, que jugaste conmigo a tu antojo.

Así que enhorabuena. Espero que hubiera merecido la pena. Por romperme. Hasta que ya no me quedaban más pedazos.  Por mentirme, hasta que empecé a confundir la diferencia entre verdad y mentira. Por traicionarme, hasta que ya sólo esperaba de ti la siguiente estocada, con el pecho entreabierto y los labios apretados.

Tú habrás ganado la satisfacción de hacer daño. De sentirte con el poder suficiente para romper en pedazos a alguien. Yo en cambio, habré sobrevivido. Me habré hecho más fuerte, más valiente, más entera a pesar de estar rota.