Di vueltas sobre el colchón hasta que el cansancio pudo más que el nudo en el estómago. Sabía que no me podía poner así por esa tontería, pero es más fuerte que yo, se me instala la angustia en el cuerpo y, aunque me distraiga con otras cosas, el malestar se queda ahí, latente, esperando a que me vaya a la cama para atacarme en cuanto baje las defensas, pillarme desprevenida y hacer presa hasta que no puedo más y me duermo de puro agotamiento. 

Las otras dos de nuestro trío lalalá han hecho planes y se han ido a un chiringuito de la playa. 

Sin mí. 

Sin siquiera comentármelo, aunque las vi justo antes de que se subieran al mismo coche para ir hasta allí. 

What the fuck??

 

Bueno, tranquila, me dije. Lo mismo como las has visto por separado no se han atrevido a decirte que te unieras por no haberlo comentado antes con la otra. ¿A que sí? ¿A que ha podido ser por eso? Seguramente, no le busques tres pies al gato, me dice la mujer de treinta y ocho años que soy. 

Pero al día siguiente, vuelve a pasar. Se han juntado en la casa de una (vivo al lado, las oigo parlotear y reír). ¿Por qué no me han avisado tampoco esta vez?

Mi estómago se vuelve de piedra, me hago pequeña y sufro. Sufro como cuando me enfadaba con las otras niñas en clase, aunque ya no somos niñas ni nos hacemos amigas de nuevo en el segundo recreo. Peor, sufro como cuando en el insti una del grupo conseguía que las demás te diesen de lado y parecía que el mundo se iba a acabar y ya no encajabas en ningún sitio. 

Lo confieso, los desprecios de la gente me siguen doliendo como en el instituto, y prefiero pensar que no soy yo sola, sino que hay más mujeres hechas y derechas sufriendo en silencio por duplicado: sufrimos porque alguien ya no nos ajunta, y sufrimos porque, jobá, qué vergüenza sentirnos tan mal por semejante pedazo de idiotez. 

Pero soy una persona adulta, aunque a veces no lo parezca, y hay algo que sí ha cambiado con respecto a mi yo adolescente: Esa bola del estómago ahora se disuelve con más facilidad, y nunca la dejo vivir más de uno o dos días, porque soy mayor, independiente, responsable y muy capaz. Ahora sé que el mundo no se va a acabar porque alguien decida que no está a gusto en mi compañía.

De modo que no, no me quedo ya más tiempo regodeándome en mi dolor, sino que tengo dos opciones, o bien le echo huevos y le pregunto directamente a la otra persona qué es lo que está pasando, o bien lo doy por superado y continúo con mi vida, como si nada hubiera ocurrido. 

No hay nada mejor para resolver un conflicto que saber la versión de la otra parte, en ocasiones hacemos mal a los demás sin ninguna intención y sin siquiera intuir el daño que se ha producido, debemos ser conscientes de que este tipo de malentendidos ocurren en las dos direcciones.

Por otro lado, es sorprendente la de veces que, algo que en su momento parece una afrenta muy gorda, es solo una enorme paja mental que termina quedándose en nada de nada si simplemente lo dejas fluir.

Y por último, y quizá más importante, si alguien ya no quiere estar contigo, por incomprensible que nos resulte, hay que dejarlo ir. 

En definitiva, con la edad he aprendido que, si bien evitar ciertos tipos de emociones y sentimientos no es fácil (por no decir imposible), al menos puedes desarrollar herramientas con las que ayudarte a manejarlos. Por eso, en situaciones como las que narro al principio de este escrito, aplico una buena dosis de empatía, analizo mis comportamientos recientes, por si con ello hallo el móvil del crimen y, por último, hablo con el implicado, o me hago un Bruce Lee (be water, my friend) y lo dejo correr sin más. 

Todo esto después de un tiempecillo de agobio e insomnio, pero con un máximo de dos días, eh, que ya soy mayor y no estamos para sufrir a lo tonto (además, ya lo dicen las modelos, para estar guapa solo hay que dormir bien).

Ah, por si a alguien le pica la curiosidad, en este caso opté por actuar con mis amigas como si no hubiera sentido que me atravesaban el pecho con un hierro candente con dos desprecios a los que no voy a dedicar ni un solo minuto más. Y aquí estamos, tomando unos ganchitos y arreglando el mundo entre risas, como cualquier otra tarde de verano.