Desde que mi madre murió hace siete años mi padre ha estado solo. Lo estuvo mientras yo iba a la universidad y apenas tenía tiempo para llamarlo un par de veces al mes y lo estuvo mientras mi hermana se metía en problemas en el colegio porque solucionaba las cosas pegándole a los demás.

Y a pesar de haber estado siempre sólo, jamás lo vi dudar. 

Papá se levantaba exactamente a las 6:35 todos los días y eran precisamente esos cinco minutos antes de enfundarse sus zapatillas azules a cuadros, el único momento del día en el que se permitía descansar. Luego bajaba a la cocina, preparaba el desayudo, nos llevaba a clase y se iba a trabajar hasta que el reloj de su oficina marcaba las 15:00h. A las 15:35 solía llegar a casa y entonces comíamos, hacíamos los deberes y veíamos la tele juntos.

Jamás pidió una noche libre,  jamás le escuché decir que estaba cansado, que aquella vida le venía grande o que simplemente echaba de menos a mamá. Había aceptado religiosamente aquello que el destino parecía haberle deparado y no se hacía muchas preguntas al respecto.

Hasta que un día se enamoró.

Fueron muchos pequeños detalles que por separado no tenían sentido pero que juntos hicieron que aquel puzzle que formaba nuestra vida estallase. Nos negamos a conocerla, nos enfadamos sin razón y dijimos ambas cosas de las que aún hoy nos arrepentimos.

Mi padre había vuelto a encontrar un haz de luz a sus 49 años y nosotras se lo habíamos apagado por puro egoísmo, por miedo a que alguien remplazase a nuestra madre.

Y aún así, jamás mi padre nos lo reprochó. Volvieron las tortitas los domingos, los días de pizza los martes, las noches viendo pelis de miedo baratas.  Volvimos a nuestra vida normal como si él no se hubiese vuelto a romper por dentro.

Sin embargo un día mi hermana y yo crecimos y nada fue igual. Cada vez pasábamos más tiempo fuera de casa y él nos decía adiós con una sonrisa, listo para volver a tumbarse en el sofá con la tele de fondo.

Mi padre se había acostumbrado a su soledad y ya no parecía querer salir de allí. Ahí fue cuando supimos lo egoísta que habíamos sido con la única persona que nos lo había dado todo sin pensar y lo convencimos para abrirse un perfil en una app de citas. Nos costó bastantes meses convencerlo porque él decía ser feliz y no necesitar nada, pero al final acabó cediendo entre gruñidos. Nos reímos mucho haciéndole fotos de perfil y escribiendo su biografía.

Ahora han pasado dos años y si no fuera por el COVID, ya se habría casado con una mujer maravillosa llamada Tati y a la que queremos con todo nuestro corazón.

Papá, si estás leyendo esto, ojalá vivir cien años para devolverte todo lo que nos diste tú.

 

Anónimo