Ahora que ha pasado un tiempo y estamos en camino de superarlo, quiero hablaros de uno de los episodios más dolorosos de mi vida:

Cómo descubrí que mi hija se cortaba.

Es un tema sensible y delicado, no me gustaría que nadie se lo tomara a la ligera.

De hecho, os envío este testimonio porque quizá pueda ayudar de alguna manera a otras mujeres que estén pasando por una situación similar.

Por desgracia, es un mal mucho más común de lo que pueda parecer.

Mi hija tenía quince años cuando enfermó mi madre.

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La chiquilla estaba superunida a su abuela, hemos vivido desde que nació en el mismo edificio y siempre la consideró más una madre adicional que una abuela.

Le tocó vivir el deterioro de su persona favorita a una edad en la que ya era lo suficientemente mayor para ser consciente de lo que estaba pasando, pero también demasiado joven o inmadura como para tener las herramientas necesarias para gestionarlo.

Yo pasaba de los cuarenta y tampoco supe asumir la enfermedad ni el posterior fallecimiento de mi madre. Debo reconocer que mi duelo fue complicado, sobre todo los primeros meses.

Digamos que no fui mi mejor versión en la etapa final de la enfermedad y que fue todavía peor después.

¿Por qué os cuento todo esto?

Creo que es importante para que comprendáis lo que le estaba pasando a mi hija por aquel entonces.

Mi niña siempre ha sido tranquila y reservada, desde pequeñita. Era la típica que te podías llevar a todas partes, se entretenía sola con cualquier cosa y estaba feliz pintando o jugando con sus muñecos durante horas. Conforme fue creciendo su timidez y su carácter cerrado se fueron acentuando y, ya de lleno en la adolescencia, se multiplicaron por mil.

Me di cuenta de que, a raíz de la muerte de su abuela, los ratos encerrada en su cuarto eran cada vez más largos. Que se distanciaba un poco de sus amigos. Que estaba más silenciosa y seria de lo habitual.

Pero pensé que era su forma de atravesar el duelo y me pareció que era algo normal.

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Aparentemente estaba todo lo bien que cabía esperar. Su rendimiento escolar no se había visto afectado y su relación con el resto de la familia era la misma de siempre.

No vi, o no quise ver, nada más allá.

 

Cómo descubrí que mi hija se cortaba

 

Un día, metiendo ropa en la lavadora, vi que la sábana bajera de su cama tenía unas manchas de sangre. Me la crucé en el pasillo cuando regresaba y le pregunté si le había venido la regla esa noche.

Me respondió que no, por lo que tuve que explicarle por qué había llegado a esa conclusión.

Debí notar que se había puesto nerviosa, sin embargo, una vez más, no le di mayor importancia a sus titubeos. Me creí a la primera que se había arrancado mientras dormía la postilla de una picadura de mosquito que tenía en el muslo. Yo también soy de las que se rasca hasta que se hace sangre.

Semanas más tarde, decidimos pasar unos días en la casa de la playa de unos familiares. Llevamos yendo toda la vida al menos una vez cada verano y a ella siempre le ha encantado ir porque adora el mar.

En cambio, ese año, llevábamos ya tres días allí y todavía no había bajado a la playa. Porque estaba cansada, porque le dolía el estómago, porque hacía demasiado calor…

A la cuarta negativa me senté a su lado y le pedí que me dijese qué le pasaba.

Nada, me dijo. Se cambió, cogió sus cosas y vino con los demás.

Una vez allí, se quedó con la parte de arriba del bikini y un pantalón de deporte que no paraba de colocarse. No conseguí que se animase a quitárselo y a bañarse.

En mi cabeza saltaron por fin las alarmas.

No estaba con la regla. Nunca había mostrado ningún tipo de complejo. Tampoco se trataba de una cuestión de pelos ni nada por el estilo, se depilaba desde el verano anterior.

Observé que se colocaba las perneras del pantalón, que tiraba de ellas hacia abajo constantemente.

Algo me daba muy mala espina, pero no tenía ni idea de lo que ocurría en realidad.

Seguimos con nuestra rutina de vacaciones y playa un par de días más. Ella siguió negándose a quitarse los pantalones.

Una noche le pedí que me acompañara a pasear y no tardé ni tres minutos en rogarle que me contara qué le pasaba, por qué no se ponía en bikini en la playa. Empezó a decir que nada, que no le apetecía bañarse y que estaba muy pesada, que no me pusiera paranoica.

Y lo cierto es que paranoica estaba un rato largo.

Pero mi paranoia no desapareció con sus excusas.

A la mañana siguiente entré al baño justo cuando escuché que cerraba el grifo. La pillé enrollándose en la toalla y se puso muy nerviosa. Estaba más preocupada por taparse la entrepierna que los pechos.

Le pedí, una vez más, que por favor me explicase qué era lo que ocultaba.

Y no sé por qué, terminó cediendo. Se echó a llorar y me mostró las ingles.

Así fue como descubrí que mi hija se cortaba.

Tenía la parte alta de la cara interior de los muslos totalmente destrozada. Había docenas de pequeños cortes en diferentes estados de curación. Desde finas líneas rosadas, a gruesas postillas. Había un par tan recientes que todavía se veían los brillantes puntos de sangre fresca brotando.

Se vino abajo y lloró como no recordaba haberla visto llorar nunca.

Lloramos juntas hasta que se quedó sin lágrimas.

Y yo seguí llorando más tarde ya en soledad, fustigándome por no haber sido capaz de ver lo que se estaba haciendo.

Cuando le pregunté por qué lo hacía se encogió de hombros y respondió:

‘Porque es lo único que me hace sentir bien. Mientras lo hago no me duele nada más’.

¿Cómo se me había escapado que mi niña se autolesionaba?

¿Cómo no veía que sufría?

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Se hacía daño con cuchillas de afeitar, con agujas, con un trozo de lata que había moldeado de forma que encajase con sus dedos… Tenía todo un arsenal escondido.

Cierto que limitaba sus lesiones a una zona que difícilmente quedaba a la vista, pero eso no quitaba que debía haberlo sabido. De alguna manera tenía que haberlo averiguado.

En cualquier caso, y dejando la culpa y la incomprensión al margen, mi hija necesitaba ayuda.

Buscamos a los profesionales adecuados y comenzamos la terapia.

Nos trataron en sesiones conjuntas, así como en sesiones individuales, tanto para ella como para mí.

El trauma de base era el mismo para ambas, por mucho que ella fuera la única que había intentado canalizar su dolor a través del que se infligía con los cortes que se hacía diariamente en los muslos.

Gracias a la terapia mi hija aprendió a gestionar sus emociones y dejó de lesionarse.

Por mi parte, gracias a la terapia, comprendí el proceso mental que la había llevado a hacerse daño, así como a mis propios demonios y comportamientos más reprochables.

Gracias a la terapia, ambas estamos mucho más unidas y nos entendemos mucho mejor.

 

Anónimo

 

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