Mis vecinos follan salvajemente, no se puede decir de otra manera. Cuando la necesidad les aprieta, no saben de horarios ni de ubicaciones. Los escucho en la cocina, en el salón. En la habitación es prácticamente un continuo. Y no se reprimen, precisamente. Dejan sueltos sus instintos como si estuvieran en mitad de la selva y no hubiese nadie a su alrededor.

Pero esto no es la selva, es un edificio de tres plantas, ocho vecinos y paredes de papel. Desde mi casa puedo escuchar, como si de un audio libro se tratase, cada palabra, cada insinuación. Se escuchan chupetones salvajes, como si una máquina de succión estuviese en su máxima potencia y hubiese decidido arrancarle a alguien el alma.

Y no es algo que me moleste, de verdad que no. En ocasiones sus arranques de fogosidad encienden mi deseo y despierto a mi marido ávida de un revolcón, por lo menos, la mitad de salvaje. Lo que me molesta es su inoportunidad; no es lo mismo estar en mitad de la noche y escuchar sus gemidos desenfrenados que, en mitad del almuerzo, con los niños y con la suegra, mientras las paredes vibran de los envites de la cama contra el muro y la vecina grita Sí, sí, métemela toda. Que a ver como lo explicas. Que no te queda otra opción que la de poner cara de circunstancias mientras intentas disimular haciendo ruido al sorber la sopa.

Pero eso no es lo peor. Escucharlos de forma más o menos clandestina mientras se dan como cajón que no cierra tiene un pase, pero mirarlos frente a frente es otro cantar. Y eso solo pasa, afortunadamente, una vez al año, y es como no, en la reunión de la comunidad.

Yo siempre lo paso fatal; Al verlos entrar, mirándome con una sonrisa en la cara, solo puedo imaginar que ellos saben que los escucho, que saben que me pone y que saben que yo sé que lo saben. Y noto como me sonrojo como una colegiala mientras ellos se sientan frente a mí esperando que la reunión empiece.

¿Y hay algo peor que las reuniones de la comunidad?

No conozco a nadie, ni a una sola persona que no las odie. Aunque con la cara con la que me miran mis vecinos fornicadores, cualquiera diría que están disfrutando del momento.

Mientras la administradora habla sobre cuentas y normativa de la propiedad horizontal, no sé hacia dónde dirigir la mirada. Siento que me miran, que cuchichean entre ellos y me ponen muy nerviosa.  Pienso que quizás tengan algo planeado, que van a aprovechar ese contacto forzado, ese momento en el que tenemos que estar frente a frente sin remedio, para proponerme alguna cosa.

Mi mente navega entre decenas de ideas, a cuál más intrigante, más de una calenturienta. Y mientras le doy vueltas a esas cosas la reunión pasa sin que me haya enterado de nada de lo que se ha tratado.

De esa forma, llegamos a la parte más problemática; la de Ruegos y Preguntas.  Es el único momento de la reunión que de verdad da algo de miedo, porque siempre sale a relucir algún tema que hace que todos los vecinos terminemos tirándonos de los pelos; que si los aires acondicionados en el patio de luces están prohibidos, que si el perro del 1º B aúlla con la luna llena y despierta al del 2º …

Pero ese día en particular la situación era mucho más delicada. Si cualquier otro vecino se quejaba de los conciertos sexuales de mis vecinos, lo primero que haría el administrador sería preguntarme si los escuchaba yo también. Pregunta lógica por otra parte, dado que yo soy la que los tiene más cerca.

Y si eso pasaba, yo no sabía que iba a contestar. En realidad, no sería capaz de contestar, porque si decía que no, todo el mundo sabría que estaba mintiendo.  Si mentía era porque sus gemidos me ponen toda berraca y todo el mundo lo sabría. Y si decía que sí, todo el mundo se preguntaría por qué no me había quejado y de nuevo llegarían a la conclusión de que soy una voyerista auditiva.  Y sí, un poco sí que lo soy, pero no era cuestión de que todo el mundo se enterase. Que el tema iba a empezar con el ruido de unos vecinos fornicadores y a terminar con la vecina “cachondona”.

Cuando la administradora preguntó si alguien quería decir algo, yo no sabía dónde meterme. Pero para mi sorpresa, fueron mis vecinos los que levantaron la mano.

Eso me descolocó ¿Qué ruego o pregunta podrían tener esas criaturas?

Nada en este mundo me podría haber preparado para lo que pasó a continuación.

El chico, moreno, grandote, un bombón en toda regla tomó el turno de palabra. Su novia (o lo que fuese) me miraba de reojo, me pareció intuir que se sonrojaba.

Para mi sorpresa y espanto, el ruego de mi fogoso vecino era que, por reglas básicas de decencia y de moral, los vecinos nos abstuviésemos que andar desnudos por casa. O por lo menos que si lo hacíamos, cerrásemos las persianas o las cortinas. Por lo visto, su pareja y él padecían de hiper sensibilidad y estaban sufriendo acoso visual por tener que ver a una mujer ligera de ropa, a cualquier hora del día, desde sus ventanas y que eso los ponía nerviosos.

El resto de los habitantes del edificio me miraron de manera automática tras escuchar esas palabras. Ahora resulta que la inmoral que se paseaba en pelotas era yo y la coral del chupón y el gemido eran unas pobres víctimas. Si también iba a ser culpa mía que estuviesen todo el santo día dándole al camastro…

Indignada y avergonzada a partes iguales, salí de allí sin decir palabra. Ni siquiera firme el acta ni lo que cojones se suponga que había que hacer allí, prometiéndome a mí misma no volver a asistir a una reunión de en mi vida.  Y a los vecinos, a esos no les iba a volver a dirigir la palabra jamás…a no ser que lo que me propusieran no fuese hablar, precisamente.

 

Lulú Gala