Siempre he sido una persona nerviosa, no de esas inquietas, de las estresadas. Llenaba todos los huecos de mi agenda y ninguno era para priorizarme; eran citas como “revisión del coche”, “clase de alemán”, “hacer la compra”, “videollamada”… alguna vez se veía alguna como “uñas” o “peluquería”, que solían ocupar los huecos de la comida o apretujarse con el tiempo ultra cronometrado entre otras responsabilidades.

Incluso me sentí mal por abrir un hueco en esa vorágine para ir al ginecólogo. Llevaba un par de meses con muchas cargas y la regla se me desajustó; jamás he sido exacta para mis ciclos, ni he tomado la píldora, pero me saltó una alerta cuando la regla me bajó tres veces en un mes y medio. En mi interior sabía que el estrés me estaba pasando factura y que esa era la manera de avisarme de que tenía que parar, pero mentalmente no estaba preparada.

Os ahorraré todo el proceso de la consulta y pasamos a los resultados: un folículo en un ovario. Durante unos segundos, perdí el control de mi cerebro y vi borroso; menos mal que mi ginecólogo es una de las personas más humanas y profesionales con las que he coincidido y me explicó todo con detalle, desde por qué había aparecido hasta qué íbamos a hacer. La causa: mi exceso de estrés, que ya era ansiedad. La solución, en dos pasos: el primero (y más sencillo) era tomar un anticonceptivo que regulara de nuevo las hormonas para que el cuerpo se recuperara del desajuste y el folículo desapareciera; el segundo (y más complejo) que acudiera a terapia.

No os voy a mentir, fue una vorágine interna. No entendía por qué no sabía gestionar la ansiedad, yo, que siempre tengo todo bajo control ¿Por qué no sabía controlar eso? Y, además, no podía dejar de pensar que por mi falta de control de la ansiedad me había hecho daño a mí misma, por lo que me sentía muy culpable.

Inicié mi camino en la terapia. Analizamos las causas de la ansiedad, de cómo se manifestaba y cómo aprender a gestionar todas esas emociones. Entre todas las causas, estaba mi obsesión con la productividad: que cada minuto de mi vida se viera ocupado con tareas útiles. Y, para mí, lo útil nunca dejaba espacio a lo que me apetecía de verdad, porque no me parecía productivo. Y del descanso, mejor ni hablemos.

No voy a decir que he aprendido, porque el aprendizaje nunca termina. Pero sí puedo decir que estoy en el camino. Creo que la productividad es una de tantas exigencias que nos llegan impuestas a causa de lo rápido que avanzamos. Si parpadeas, te lo pierdes. Yo he decidido rebelarme y sumarme al slow life. Cada vez que me siento culpable por estar leyendo un libro, dedicando tiempo a cocinar de verdad, paseando sin un objetivo o haciendo algo que realmente me apetece, solo por diversión, recuerdo que también estoy siendo productiva, pero de otra manera. Estoy trabajando en la productividad de cuidarme, de mi salud, y de que el bicho de mi ovario desaparezca.

 

Ana Castillo