Mi novio y yo llevábamos semanas trabajando un montón sin apenas tiempo para estar juntos, así que, cuando vi que el siguiente fin de semana mis hijos se irían con su padre, él libraba y yo salía el sábado temprano de trabajar y no volvía hasta el martes, sin decirle nada, reservé noche en un hotel con spa a unos km de casa. Comeríamos, pasaríamos la tarde relajados en el spa y al día siguiente pasearíamos por el pueblo, que no conocíamos en absoluto y parecía bonito en las fotos.

Al llegar de trabajar el viernes le dije que preparase la maleta y tuviese todo listo para arrancar hacia nuestro destino en cuanto yo saliera de la tienda. Se alegró de tener un plan, ya que sabía que, de no ser así, nos esperaba otro fin de semana enganchados a cualquier serie de Netflix intentando desconectar y sin ser conscientes de que se nos pasaban los días sin darnos cuenta.
Llegamos al pueblo antes de comer y, a pesar de llevar solamente dos días de primavera, hacía bastante sol. El dueño del restaurante donde paramos a comer nos sugirió que nos sentásemos en la mesa de la terraza que se encontraba en la misma orilla del río. El sol lucía esplendoroso y su reflejo en el agua del río hacía más bonita la estampa. Allí mismo celebramos con un par de vermús aquel día tan bonito que estaba por venir. Comimos con dos marqueses y salimos del restaurante algo más contentos de lo que entramos. Tras una pequeña siesta en el hotel, bajamos al spa con nuestros albornoces y nuestro estrés para dejar ambos allí olvidados para siempre. Gozamos de un par de horas de aguas termales y chorros que nos aliviaban los dolores de espalda y nos obligaban a acercarnos el uno al otro constantemente. Al llegar a la habitación y darnos una ducha, un insoportable dolor de cabeza no me dejaba casi ni ver ni oír. Lo oídos me zumbaban, la vista se me nublaba y parecía llevar incorporado un taladro e la sien que, a cada movimiento que hacía, se me clavaba con más intensidad. No quería estropear el fin de semana, pero no podía ni moverme. Mientras mi novio se secaba yo hacía lo imposible por no meterme en cama hecha una bola y dormir hasta el día siguiente. Entonces vi algo en su cara, era un gesto de dolor similar al mío. El sol, el vermú, el calor… Salimos del hotel en busca de la farmacia más cercana. La farmacéutica nos vio entrar y supo que veníamos del spa. Al parecer es muy común salir con jaquecas de allí, sobre todo los primeros días de sol, que la gente se viene arriba exponiéndose demasiado sin precaución. Se ve que no estamos acostumbrados a relajarnos y cuando lo hacemos nuestro cuerpo alucina demasiado. Y así celebramos nuestro fin de semana libre, brindando con un par de ibuprofenos líquidos de rápida absorción.


Después de cenar, del dolor de cabeza solo quedaba el recuerdo gracioso de haber hecho el guiri antes de comer y la sensación de que los cambios de presión del agua no habían ayudado demasiado (por echarle la culpa a otra cosa que no fuera nuestra propia estupidez). No era un pueblo precisamente lleno de marcha, pero si tenía bastante encanto. Calles empedradas, pequeñas plazas con viejas esculturas… Así que decidimos hacer turismo nocturno. Pasear a la luz de la luna, que seguro no nos haría tanto daño como el sol. Caminamos de la mano como los recién enamorados que éramos. El hecho de haber empezado la relación pasando los 30, con hijos de por medio y conmigo en pleno divorcio, nos había hecho envejecer la relación demasiado rápido. Ya casi no podíamos disfrutar de los momentos romántico-apasionados del principio. Habíamos tenido que meternos en rutina demasiado pronto y eso no podía ser, por eso disfrutábamos de cada pequeña oportunidad para hablar tranquilamente y aprovechar cada momento para acariciarnos.

Paseando por las calles de aquel pueblo, que parecía deshabitado, nos encontramos el cartel con el nombre de una calle que a mi novio le pareció muy gracioso. Interrumpió nuestra conversación para sacarle una foto y enviársela a un amigo de la carrera. Él había estudiado historia y, al parecer, había hecho un trabajo sobre el turnismo político en España a medias con un amigo que les había dado mucho la lata y recordaban ahora como algo gracioso. Yo, que siempre sentí un enorme complejo por no haber terminado mis estudios, no me dejé llevar por la vergüenza que me daba exponer mi ignorancia y le pregunté sobre el tema, ya que no tenía ni idea de lo que estaba hablando. A él se le iluminó la cara, como cuando alguien recibe un regalo, abrió la boca para preguntar un par de datos a ver de qué base partíamos y, al ver que era bastante baja, comenzó a explicarme con detalle la importancia de Cánovas y Sagasta en la política española de hace dos siglos y la repercusión que tiene e la política actual. Me habló de personas de las que no había oído hablar nunca, de acontecimientos que ni me sonaban y, en vez de aburrirme y acomplejarme más todavía, me divertía su forma apasionada de explicarme, con paciencia y sin paternalismo, todo aquello tan interesante. Le escuchaba hablar mientras miraba hacia el cielo y paraba cada poco para asegurarse de que yo seguía el hilo de la chapa que me estaba dando. Me sujetaba fuerte por los hombros y me acariciaba el cuello cada pocos pasos. Nunca una lección de historia me había parecido tan interesante. Nunca nadie me había hecho sentir tan bien, olvidando mis traumitas y recibiendo admiración en vez de crítica.

Decía que le gustaba mucho el esfuerzo que siempre hacía por saber cosas nuevas, que admiraba mi empeño en no conformarme con nada… Y yo me vi allí, en un pueblo perdido, al lado de un hombre maravilloso que me quería y del que podría aprender tanto…

Llegamos al hotel tras casi tres horas de paseo, la mitad fue su lección de historia. Yo me encontraba en una nube, con un montón de datos nuevos y llena de admiración. Se sentó en la cama y, riendo, me pidió perdón por haberse puesto tan intenso con el tema. Yo lo miré y vi sus arrugas de los ojos sonreírme inocentes. Quería esa mirada a mi lado para siempre, quería poder preguntar lo que no sé sin recibir condescendencia, quería pasear en cualquier sitio a cualquier hora y que siempre sea entre cariño, quería sentirme así, como aquella noche, para siempre. Y, sin haberlo planeado, sin tener nada más que mi propia voz y el corazón en mi mano, le pedí por favor que se casara conmigo. Se rio, creía que era broma. Lo habíamos hablado antes, ninguno quería casarse (yo por la experiencia del pasado y él por sus propias ideas), pero en ese momento tenía todo el sentido del mundo. Tras el impacto inicial, se puso serio, me besó y dijo que por supuesto que sí.

Y así fue cómo el turismo político me llevó a planear una boda de ensueño.