Recuerdo perfectamente cómo le decía a mi madre de pequeña que me dolía mucho la cabeza. Al principio ella pensó que era una manera de llamar la atención, pero pronto se dio cuenta de que no era así.
Creo que no tenía ni 15 años cuando me dieron el primer tratamiento para las migrañas. Pasaba largos períodos teniendo que estar a oscuras en mi habitación, con los oídos tapados con las almohadas y los ojos cerrados, esperando a que aquel dolor insoportable desapareciera.
Con el paso de los años, las migrañas se fueron espaciando en el tiempo entre ellas, pero su intensidad crecía. Ya casi no tenía ninguna cuando me fui de casa, pero cuando la tenía debía pedir una baja y quedarme en casa, pues no paraba de vomitar del dolor, se me hacía insoportable pensar en abrir los ojos y la medicación me hacía tanto daño al estómago que me dejaba totalmente acabada.
Han pasado muchos años de aquella crisis tan fuerte. Hace poco presumí de no haber tenido otra en más de una década y, por supuesto, el universo me calló la boca con un enorme brote que creí que acabaría conmigo. El caso es que, por suerte, esas fuertes migrañas que te hacen creer que tu vida está en peligro y que no te dejan ni pensar con claridad, parece que se han alejado de mi vida.
Sin embargo, hace cosa de un año empecé a observar que los analgésicos comunes en mi casa se agotaban con demasiada frecuencia. No era consciente de que pasaba muy poco tiempo entre una y otra vez que, con la mano en la frente y un gesto de dolor y estrés le pedía a mi marido que me diera algo para la cabeza.
Hace poco que mi médico se ha jubilado y la nueva médica que ocupa su plaza me ha devuelto la fe en la medicina. Al fin puedo ir al médico de forma presencial sin que me diga que todo lo que me pasa es por gorda o por estrés. Me mira de forma objetiva y valora mi estado general sin basarse solamente en mi peso y mi “histeria”.
En verano fui a la consulta de mi nueva doctora para seguir estudiando algunos problemas de salud preocupantes que llevan años siendo ignorados por mi anterior médico y que, por fin, se están estudiando. Entonces le comenté que el curso anterior sentía dolores de cabeza prácticamente a diario. No tenía la sensación de que fuera algo exasperante, pero sí me daba cuenta de que cada día, en algún momento, decía “Cómo me duele la cabeza…” Ella me miró y, con gesto amable, me dijo “Si te dolió todo el curso, en verano no pero ahora vuelve a dolerte, siento decirte que esto sí puede ser estrés”.
Entonces llegó septiembre cargado de malas noticias, desgracias, nuevos focos de estrés y mil tareas pendientes desde el principio. El día dos me tomé un ibuprofeno. EL día tres recordé que la doctora me desaconsejó el ibuprofeno y me recomendó que tomase paracetamol. El cuatro, el cinco, el seis… DE pronto ya daba igual lo que tomase. No era migraña, el dolor es distinto, pero no deja de ser incapacitante.
Lo consulté de nuevo. Me miró y me dijo muy seria que lo único que podía hacer era tomar medicación preventiva: ansiolíticos. Me negué. No los había tomado durante épocas en las que la ansiedad parecía ir a matarme en cualquier momento, ¿cómo iba a aceptarlo ahora?
Ella me dijo que sabía que no era la mejor opción, pero que no podía deshacerme el estómago tomando analgésicos a diario. Le dije que volvería si me seguía doliendo con esa frecuencia.
Por un tiempo amainó un poco, pero noviembre se presenta pisando fuerte y ha dado un gran giro cuando he tenido que verme pidiendo algo de rescate tras un fuerte episodio de ansiedad.
Últimamente casi todas las personas con las que tengo relación diaria me han contado historias similares. Este otoño ha cargado fuerte con la tristeza. Una de estas personas me ha dicho que su farmacéutica le contó que esperaban cierta incapacidad de abastecimiento de algunos ansiolíticos para diciembre, pues como este noviembre ha traído bastante luz, en diciembre el bajón de ánimo generalizado puede ser más grave todavía.
Mientras yo sigo con ese zumbido de fondo, esa molestia sobre las sienes constante que me hace sentir que se me oprime el cerebro desde fuera y que me recuerda que podría gestionarme mucho mejor de lo que lo hago.
Me miro al espejo y me recuerdo a mí misma que hago lo que puedo con el material que tengo. Me espero a los grandes dolores para tomar analgesia y sobrevivo como puedo pidiendo a mis hijos que griten poco. “A mamá le duele la cabeza” es una frase ya instaurada en su vocabulario habitual. Solamente espero que pronto los ejercicios de relajación surtan efecto y mis dolores de cabeza hagan como sus hermanas las migrañas y sean después algo anecdótico nada más y no mi peor pesadilla.
Escrito por Luna Purple, basado en una historia real.
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