Costumbres raras de los pueblos; el día de las macetas

 

Hace años que vivo en la ciudad por motivos laborales, pero he de decir que me gusta mucho más la vida de los pueblos. El tipo de edificaciones, la tranquilidad y el ambiente que se respira. También las costumbres, esas cosas que hacen desde hace siglos y que tienen muy arraigadas. 

Cuando era adolescente, me mudé a un pueblo de la vega andaluza con mis padres. Era pequeño y todo el mundo se conocía. La mayoría de las viviendas eran casas unifamiliares y casi todo el mundo allí tenía mote y de una forma u otra, eran familia. 

Pues bien, a los pocos meses de estar allí, mis nuevas amigas me contaron que se acercaba una fecha señalada entre los jóvenes; el día de las macetas. 

Era toda una tradición que despertaba el miedo y la ilusión a partes iguales. 

Aquello consistía en lo siguiente; los chicos del pueblo robaban macetas de los porches de las casas unos días antes del Día de Pascua.  Está claro que robar no está bien, pero era la tradición y los vecinos del pueblo, que tontos no son, lo que hacían era poner algunas macetas fuera de sus porches para que fuesen sustraídas. Aunque supongo que algunas robarían de verdad, pero a esas edades, no era algo en lo que nos parásemos demasiado a pensar. 

La cosa era que, la madrugada del día de Pascua, los chicos llevaban esas macetas a la chica que les gustaba y si ella las aceptaba y las metía en su casa, eran novios. Era una forma muy hermosa de decirle a alguien que le gustaba.  Pero también tenía un lado oscuro, esa misma noche, los jóvenes podían llevar a la chica que no les gustaba o con la que tenían alguna disputa, una bala de paja.  En ocasiones también les dejaban en la puerta algún animal muerto, pero eso no formaba parte de la tradición, sino de la falta de sesera de algunos adolescentes que se creían muy graciosos. 

Con todo eso en la cabeza, aquella noche fue larga y horrible. Yo era forastera en aquel pueblo. Conocía a todos los chicos, porque estábamos en el mismo instituto y si bien alguno de ellos me hacía ojitos, la mayoría me miraban bastante mal. Me pasé toda la noche en duermevela, soñando que abría la puerta de mi casa por la mañana y estaba tapada por paja y conejos muertos. Aquella idea me daba mucha ansiedad.

 Eran casi las cinco de la mañana cuando un extraño chirrido me despertó. Era un sonido metálico y pesado que parecía provenir del fondo de mi calle. 

Me vestí y fui a asomarme por la ventana del salón. Estaba muerta de miedo. Me preguntaba qué iba a hacer si llenaban mi puerta de paja, cómo se lo iba a explicar a mis padres y sobre todo, como iba a volver al instituto después de eso. 

En ese momento me pareció una costumbre cruel y horrible. 

El sonido seguía avanzando, pero seguía sin ver nada y al borde de un ataque de ansiedad decidí hacer de tripas corazón y salir al porche. Me enfrentaría a lo que fuese y si creían que iban a dejar bichos muertos en mi puerta e irse de rositas, estaban muy equivocados. 

De esa forma, abrí la puerta de mi casa como un miura y lo que me encontré delante de mí me dejó con la boca abierta; un chico alto y delgado, moreno, con los ojos enormes y marrones y la cara de un ángel, estaba frente a mí con un carrillo de mano cargado de macetas llenas de flores.  Me quedé sin habla. Creo que ese fue uno de los momentos más maravillosos y sorprendentes de mi adolescencia. 

No hace falta que diga que acepté las macetas y estuve años saliendo con aquel chico. Creo recordar que ninguna chica recibió balas de paja aquel año.  Y esa costumbre extraña, y potencialmente terrible se convirtió para mí en una fecha señalada que siempre esperaba con ilusión. Porque hay cosas en los pueblos que pueden no comprenderse en un primer momento, pero que tienen en parte, un trasfondo maravilloso que se queda grabado en el corazón. 

Lulú Gala