Queridas, os recomiendo leer este artículo un sábado o un domingo después de comer, porque esto que me pasó y que voy a contaros es digno de peli de sobremesa de Antena 3.
Llevaba poco tiempo saliendo con un chico, y si bien la cosa había empezado como un lío sin compromiso entre dos personas que se atraían físicamente y que se llevaban muy bien, los sentimientos por ambas partes no tardaron en aparecer.
La cosa pasó a ser oficial cuando me pidió salir: me invitó por sorpresa al cine a ver una peli que tenía muchas ganas de ver, después me llevó a cenar a un restaurante que hasta la fecha sólo había visto en redes, ya que tenía una pinta increíble pero se me iba de presupuesto, y para terminar me llevó a ver las estrellas al campo y me regaló una pulsera preciosa de la que llevaba tiempo enamorada pero que había renunciado a comprarme por considerarla un capricho que se salía de mi presupuesto.
Por supuesto le dije que sí, ya que, si ya estaba hasta las trancas por este chico, el que se hubiese currado una velada tan romántica con detalles tan bonitos hizo que terminase de caer.
Además le pregunté emocionada cómo había sabido que tenía ganas de esa pulsera y respondió que no lo sabía, pero que le había aparecido en la publicidad de las historias de Instagram y le había recordado a mí.
Eso consiguió que terminase de derretirme, porque, ¿qué puede haber más bonito que el hecho de que alguien te conozca tan bien y tenga esos detalles tan especiales? Ay, amigas, mordí el anzuelo como una merluza de manual, metiéndome de lleno en una relación de ensueño sustentada no ya sólo sobre mentiras, sino sobre una vulneración muy grave de mi intimidad.
En honor a la verdad he de admitir que cuando mi madre conoció a mi flamante novio me dijo que no le gustaba ni un pelo, pero en fin, di por hecho que eso es algo que les pasa a todas las madres y no le di importancia.
Y es que yo no podía pedir más, la verdad: ¿que buscaba información sobre alguna obra de teatro? Antes de que quisiera proponerle ir había conseguido las entradas. ¿Que me guardaba una blusa monísima en la lista de deseos de alguna tienda online? Rápidamente aparecía él con la blusa en una bolsa de regalo.
Si buscaba información sobre algún tema, me encontraba con que mi chico era el más experto del mundo mundial en dicho tema aunque nunca me hubiera manifestado su interés, como cuando me invitó a su casa a ver la final del campeonato de Europa de waterpolo y me quedé a cuadros porque sí, él sabía que me gustaba el waterpolo pero nunca había sido muy fan de los deportes. Incluso se me adelantaba a la hora de felicitar los cumpleaños de mis amigos y familiares y me lo recordaba el día antes.
Y llegó un punto en que empecé a sentirme sobrepasada. Sí, agradecía sus detalles, pero era agobiante tener una relación con alguien que parecía leerme el pensamiento.
Porque mira que siempre me he considerado una persona que sabe escuchar y que conoce bien a sus seres queridos, pero es que este chico parecía conocernos a mí y a mi entorno mejor que yo misma. Llegué a decirle que no era necesario que fuera tan detallista, que a mí lo que más me gustaba era pasar tiempo con él y que además yo no podía corresponder a todos sus regalos e invitaciones y me sentía mal por ello, pero se rió y me dijo que no me preocupase, que a él le hacía feliz comprarme cosas o llevarme a sitios que pensaba que me iban a gustar. Y de paso me recordó que en un par de días era el cumpleaños de una tía mía y que no me olvidase de felicitarla.
Total, que me resigné a hacerle caso y a seguir creyendo que el aluvión de atenciones que recibía por su parte se debía a una extraña combinación de escucha activa, amor y una memoria muy superior a la mía, ya que conocía cosas de mí que yo no siquiera recordaba haberle contado.
Y entonces llegó la bendita gastroenteritis.
Una noche me escribió contándome que estaba con una diarrea horrorosa, y a la mañana siguiente la cosa había empeorado y se iba a virote por arriba y por abajo, así que yo como buena novia cogí mis cosas y me fui a su casa para hacerle compañía y cuidar de él.
De camino a su casa paré en una farmacia para comprarle suero y asegurarme de que se mantenía hidratado (que se notase que yo también estaba pendiente de todo). Según me abrió la puerta tuvo que salir corriendo al baño, le dije en plan de broma que yo también me alegraba de verle y me fui al salón, donde se había dejado el portátil a medio cerrar; me acoplé en el sofá y me puse a cacharrear con el móvil mientras los agónicos estertores de la tripa de mi chico ambientaron la espera.
De estas que me dio por escribir a mi hermana, y justo cuando sonó la notificación en mi móvil anunciando su respuesta, sonó una notificación en el portátil de mi chico. Y claro, esa primera vez ni me enteré, pero seguí hablando con mi hermana y casualmente cada vez que sonaba mi móvil sonaba también el portátil.
¿Que si me mosqueé? Pues sí, un poco; lo suficiente como para decidirme a invadir la privacidad de mi pareja, pero no tanto como para no haberme caído de culo de no haberlo tenido plantado en el sofá: abrí la pantalla ¡y me encontré con mi móvil! No literalmente, claro, sino con un clon perfecto.
Ahí estaban mis aplicaciones, mis conversaciones, mi calendario, ¡incluso mi historial de Google! La verdad es que en el momento me cagué viva, ¿con qué clase de psicópata había estado saliendo? Así que cogí mis cosas y salí de allí pitando, sin despedirme y sin mirar atrás.
No había hecho más que traspasar el portal cuando mi móvil empezó a echar humo; me había dejado el portátil abierto y mi espía particular se había percatado del por qué de mi huida repentina. Como no le cogí el teléfono empezó a mandar whatsapps diciendo que lo había hecho por mí, porque me quería y quería estar al tanto de absolutamente todos los aspectos de mi vida, que quería que viese que realmente tenía interés por mí, que lo único que quería era hacerme feliz…
Lo bloqueé sin miramientos y lo primero que hice nada más llegar a casa fue cambiar mis claves de todas partes.
Lo segundo que hice fue llamar a mi madre para contárselo, y a pesar de mi resaca emocional se presentó en mi casa y se empeñó en arrastrarme a una comisaría para ponerle una denuncia.
¿Y lo tercero que hice? Permitirme un par de días de llorar, de desesperarme y de preguntarme mil y una veces cómo podía haber estado tan ciega, y tras eso, quedar con mis amigas, quienes me ayudaron a ver que la culpa en ningún momento había sido mía, sino de la persona que me había engañado y espiado durante tanto tiempo.
Relato escrito por una colaboradora basado en una historia REAL de una lectora