¿Sabéis esas pelis en las que la prota tiene un libro tochísimo que ha ido creando desde niña con todo lo que espera que sea el día de su boda? Pues yo no tengo un libro de recortes ni nada así, pero sí me he pasado años y años fantaseando con ese día en el que me daría el sí quiero con el hombre de mi vida. Incluso antes de conocerlo, la verdad sea dicha. Siempre he tenido claro que quería casarme y tener una de esas bodas de ensueño. Con mi chico maravilloso, mi vestidazo, una decoración de película en un lugar precioso y una jornada increíble en la que acumular un montón de bonitos recuerdos con mi pareja y rodeados de nuestras familias y amigos.

Cuando llegó el momento, invertí mucho tiempo y recursos y gasté muchas dosis de la enorme paciencia de mi pareja en el proceso de organizar el pedazo de bodorrio que quería. Quería que todo fuese como lo planeáramos y que todo saliera perfecto.

No contaba con que todo se nos pondría en contra… Porque en mi gran boda española salió todo mal. Todo todito. Todo lo que pudo salir mal, salió aun peor. Las cosas se torcieron antes, durante e incluso después del evento.

Mi vestido sufrió un percance en la modista, justo antes de la última prueba, por el que hubo que cambiar el diseño. El resultado final no es que no me gustara, pero es que no era lo que había pedido ni pagado. En fin, cosas que pasan, me dije, no era algo taaan importante. Que todos los males fueran esos…

Pero no se quedó la cosa ahí, lo peor vino el día de la celebración.

Los nervios de los días previos se nos pasaron en cuanto nos vimos en la iglesia. Había llegado el momento de disfrutar de cada parte de la jornada y lo íbamos a hacer (o eso creíamos). La ceremonia fue un poco peñazo, pero bien, sin incidencias. Los traslados de todo el mundo a la finca del restaurante y eso, todo bien. Los pinchos… tarde y escasos. La gente se moría de hambre y bebía refrescos calientes mientras nosotros nos hacíamos las fotos, aunque de eso me enteré después. Me enteré cuando la comida seguía sin servir una hora más tarde de lo acordado y fui a protestar al maître. Fue dicho y hecho, los platos empezaron a salir en cuestión de minutos… fríos, como a medio cocinar en algunos casos. Menudo cabreo más grande.

Tuvimos que respirar hondo, relativizar, agendar mentalmente la visita a la vuelta de la luna de miel para montarles un pollo, etc.

A esas alturas del evento, yo pensé que ya estaba. Que ya no quedaba nada más para empañar el que se suponía que iba a ser el día más feliz de nuestras vidas (ya sé que esto es una exageración, pero la ilusión es la ilusión).

Pues al final de la cena vino otra decepción: la tarta estaba congelada.

No fría, congelada rollo que la debieron de sacar más tarde de lo debido y había partes que no se podían comer porque era como masticar un cubito de bizcocho y nata. En fin. Ahora ya sí que nada más se podía joder. ¡Si ya quedaba solo bailar y beber!

En efecto, uno de los amigos de mi marido bebió demasiado, se puso burro y empezó a montársela a los dueños de la empresa para la que todavía trabaja. Él también había trabajado allí y no se había ido de muy buenas maneras. Qué mejor que sacar a relucir toda la mierda estando borracho y en nuestra puñetera boda, claro que sí. Llegaron a las manos, no digo más. O sea que imaginaos el disgustón que nos llevamos. Lo mismo fue eso lo que terminó de darle la puntilla a mi suegra. Que llevaba encontrándose pichí pichá desde media tarde y terminó desmayándose de camino al baño.

Seré franca, en la boda de mis sueños nunca aparecía una ambulancia.

Total, que tuvimos una boda desastrosa, pero la vida nos lo compensó con una luna de miel increíble (de buena).

 

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la experiencia REAL.

 

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