Hace unos días, una casualidad del destino me llevó a revivir un capítulo olvidado de mi vida:  el reencuentro con mi antigua acosadora del colegio. Para contextualizar, mi vida ha sido, en  su mayoría, una obra que Shakespeare hubiera llamado «La comedia de los inadaptados». 

Todo comenzó cuando regresé a mi pueblo natal después de años en la gran ciudad.  

Decidí visitar una peluquería del lugar para darle una oportunidad decidí a mi maltrecha  melena por la contaminación urbana. Caminé por la calle principal, y allí, entre en medio de  ruido de y secadores y peinados y tintes de colores vibrantes, la vi.  

No puedo decir que la reconocí de inmediato. Los años no habían sido benevolentes con ella  o, al menos, eso creía.  

Era María, mi acosadora del colegio, una de ellas.  

Ahora ahí estaba, convertida ahora en una peluquera simpática. Mientras yo me debatía  internamente entre saludarla o hacerme invisible, ella continuó peinando a su cliente sin el  menor asomo de reconocimiento. ¿Acaso el tiempo nos había borrado de la memoria? 

Finalmente, tocó mi turno. Me puso una bata negra. Me lavó el cabello. Me acompañó a un  asiento comodísimo. Con un tono amable María me miró al espejo.  

Cuando estaba sentada con pelo mojado tal pollito, reuní el coraje suficiente para hablarle.  «María», dije tímidamente, como si me estuviera preparando para el enfrentamiento de mi  vida.  

Ella dejó momentáneamente sus herramientas, y con una sonrisa que habría convencido a  cualquiera, me preguntó con un «¿Si?» tan neutro como profesional. 

«¡Soy yo! ¿No me reconoces?», le espeté, esperando que finalmente se encendiera la chispa de  la memoria en sus ojos. Pero en lugar de eso, frunció el ceño y me miró con desconcierto. «Lo  siento, pero no te recuerdo. ¿De dónde te conozco?» 

En ese momento, me di cuenta de que tenía dos opciones: guardar silencio y escapar por la  puerta trasera o tomar este encuentro inesperado como una oportunidad para abordar el  pasado. Opté por lo segundo, porque, al fin y al cabo, ¿qué podía salir mal? 

Le expliqué que éramos compañeras de colegio y que, lamentablemente, no habíamos  compartido los mejores momentos. Su expresión cambió de desconcierto a sorpresa, y sus  ojos comenzaron a buscar en mi rostro alguna señal de la persona que solía acosar. 

Entonces abrió fuerte los ojos y la boca. ¡Laura! No lo puedo creer, has cambiado mucho! Y sí,  había cambiado mucho en estos quince años. 

La conversación que siguió fue más surrealista de lo que hubiera imaginado. María, ahora  convertida en una adulta amigable y carismática, no solo me pidió disculpas por su  comportamiento pasado, sino que también me cayó bien.  

Yo la recordaba gritona y odiosa y ahora me miraba amablemente. Se mostraba simpática y  mostraba interés por compartirme detalles de su vida. Tengo la impresión que con todo su  relato quería mostrar su cambio. Quizá de manera inconsciente. Pero ahora María parecía ser  una buena persona, tierna con su hija y amable con la gente.  

Hablamos sobre la naturaleza de la crueldad humana, sobre cómo los adolescentes a menudo  actúan impulsivamente sin pensar en las consecuencias a largo plazo. 

Y entonces, en el clímax inesperado de nuestra charla, María rompió a llorar. «No puedo creer  que fui tan cruel contigo», sollozó. «He cambiado tanto desde entonces, y me duele saber que  lastimé a alguien de esa manera». 

Me quedé sin palabras, y mientras trataba de consolarla, ocurrió algo que nunca habría  anticipado. Se puso a mi lado y me dijo: ¿Te puedo abrazar? Y yo, entre emocionada y  sorprendida le dije que sí. Nos abrazamos y con la capa que llevaba puesta era un poco  complicado, de manera que resultó algo cómico el semi abrazo que nos dimos. Entre risas  acordamos que cuando terminara de peinarme, nos abrazaríamos mejor. 

Nos miramos directamente y algo conectó.  

Cuando acabó la sesión fui a pagar en la caja. Ella se acercó para retirarme la capa y darme la  chaqueta. Y entonces nos abrazamos de verdad. Ese abrazo, tan cargado de emociones  encontradas, parecía que sellara el capítulo pasado lleno de cicatrices. 

María y yo, dos personas que habíamos evolucionado de maneras inesperadas, nos  encontramos de nuevo. Quizá para mostrarme que la crueldad adolescente puede dar paso a  la empatía y la madurez.  

Y que, a veces, un reencuentro inesperado puede llevar a una reconciliación que nadie habría  imaginado.

 

AnnaKonda