Trabajo en una empresa multinacional con sedes y clientes a lo largo y ancho del planeta Tierra. Tengo un buen cargo e idiomas, así que cada vez que toca enviar a alguien al extranjero, suelo ser yo la que acaba arrastrando una maleta por el aeropuerto y viviendo en hoteles por largas temporadas. Me casé en pandemia, no tengo hijos y mi marido teletrabaja en casa. Dada mi responsabilidad y horarios, me negué a encargarme de la casa. Propuse contratar una empresa de limpieza, pero mi marido es un desconfiado y él prefiere que no entre nadie externo a casa, por lo que le di el plumero y el mocho para que se las apañara. Todo un desastre.

¿Una cuestión de conceptos?

El problema radica en que él tiene un concepto de limpieza muy diferente al mío. Puede vivir rodeado de mierda que, según su criterio, “no es para tanto”. Vivimos en una discusión constante, ya que “ni come ni deja comer”; es decir, ni limpia ni me deja contratar a alguien que lo haga.

Cuando en el trabajo me surgió una oportunidad única de vivir 6 meses en la Costa Oeste de los Estados Unidos, no lo pude rechazar. Abríamos nueva oficina, conociendo con la celebración de una serie de congresos muy interesantes. Sin pensármelo, arreglé todo el papeleo (que no es ni poco ni fácil), volví a arrastrar mi maleta por el aeropuerto (¡maletón!) y me marché. Si lo sé, me quedo allí y no vuelvo.

Cuando tocó retornar a casa, el drama era tremebundo.

El entorno de un vertedero

No sé ni por dónde empezar a contarte lo que me encontré. Tenemos dos gatos y un perro que eran un nudo apestoso con patas. Los pelos que habían perdido nuestras mascotas se encontraban formando un nuevo ser en el sofá del salón, en los areneros no se veía la arena de la mierda que había. El polvo acumulado en los muebles me permitía hacer grafitis de mi nombre y apellido, teniendo en cuenta que tengo apellido compuesto. La cocina… Solo de pensar en la cocina me dan arcadas. La vitrocerámica era un pegote de grasa, la encimera estaba llenita de hormigas que se iban de fiesta con los gorgojos de la despensa. El escurridor de los platos limpios ensuciaba por sí mismo el intento de plato limpio.

¿Y el baño? Sin duda, lo peor. De esto que levantas la tapa y ves el moho ahí saludándote, con “restos” de materia orgánica pegados por doquier. En el lavabo había una mezcla de pasta de dientes con pelos de la barba o la nariz y del culo, ya me lo esperaba todo. Me lo esperaba todo porque la bañera era un mundo aparte. Allí se había creado un ecosistema propio que poco a poco iba conquistando desde el suelo hasta las paredes. Para ducharte tenías que vacunarte.

Por supuesto, las sábanas que estaban en la cama eran las mismas que dejé montadas 6 meses antes. Ahí seguían, con otra textura y desprendiendo un olor nauseabundo.

Mocho o divorcio

Entré y salí de casa. No me pude quedar, no me quería quedar cerca de aquel ser disfuncional que había permitido que nuestro hogar se convirtiera en un vertedero. Cogí a nuestras mascotas y me fui a casa de mis padres una semana, advirtiéndole que o ponía remedio o adiós muy buenas. Os juro que de tener un abogado cerca en ese momento, hubiese firmado el divorcio sobre la marcha y sin remordimientos.

Al final contrató una empresa de limpieza para que le ayudaran a limpiar el caos y volví a casa con la condición de mantener el servicio. Seguimos juntos, sí. Será un guarro, sí, pero no es mal tipo y se angustió muchísimo al verme tan decidida a poner fin a nuestra relación. Cedió a mis exigencias y ahora reina la paz (y la limpieza) entre nosotros.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.