Que sean lazos de sangre no implica amor: cuando me despedí de mi padre

 

Corría el año 2020. Los peores momentos de la pandemia se llevaron muchas cosas: abrazos, contacto social, la obligación de dar dos besos (esta no debería volver) y, desgraciadamente, muchas vidas. 

En mi caso, fue un año muy productivo: escribí más que nunca y me veía prácticamente a diario por videollamada con mis mejores amigas. ¡Aquellas risas por Skype! Pero, sobre todo, recuerdo ese año porque di un gran paso en mi evolución personal. Pensaréis que era un momento curioso para «hacer» nada, pero planté la primera gran semilla de autocuidado. Aún faltarían muchas más y sigue faltando para que mi autoestima sea un bonito jardín, pero por primera vez en mi vida decidí que allí donde me hicieran daño, no debía quedarme. Ni debía quedarme yo ni dar el más mínimo espacio a que entrara alguien nocivo. Ese tipo de persona que solo desgasta, no aporta, y en mi caso, no me hacía más que minar la percepción que tenía de mí y hacerme llorar. 

Empezaremos por lo fácil: tras el verano, rompí con la que acabó siendo mi relación a distancia. No era la intención en un principio, pero el cierre de fronteras nos demostró cuándo hay amor y cuándo no. En nuestro caso nunca lo hubo, de modo que, tras aguantar feos, desplantes y que me dejara colgada y esperando demasiadas veces, me despedí de mi pseudopareja de aquel momento. Aquello fue fácil, pero se acercaba lo difícil.

Llegó diciembre, y con el frío apareció de manera virtual (llamadas y mensajes) la persona que más daño me ha hecho jamás: mi padre. Yo siempre le quise muchísimo, (¡era mi padre!) pero desde que tengo memoria, solo recuerdo gritos, maltratos de diversa índole, insultos, críticas y una desesperanza eterna. Según su versión de mí, yo era un monstruo malvado (y lascivo) cuyo único propósito en la vida era fracasar. Todo lo hacía mal porque todo estaba mal en mí. Mi persona, mi ser, mis actos no solo nunca fueron suficientes por más que me esforzara, sino que, además, eran erróneos. Fue la persona que más veces me repitió que nunca lograría ser escritora. Cuando me publicaron pensé en él. «Lo conseguí», me dije, «y no me detendré».

Pero lo que me hizo detonar aquel 2020 fue su ausencia, su crítica y, de nuevo, mi profundo y amargo llanto. Lloraba todas y cada una de las veces que hablaba con él. Por fin, me di cuenta de lo que estaba consiguiendo: sus palabras tenían tanta influencia sobre mí que me estaba convirtiendo en lo que él proyectaba. Alguien frágil, que no me amaba en absoluto, que no conseguía llegar a ningún puerto y como él mismo me decía, «débil». 

Pero no. Yo no soy débil. Soy lo suficientemente fuerte como para haber sobrevivido a una vida de abusos y continuar, aunque a veces cueste. De modo que tomé la decisión. Mi propio padre era la persona más nociva de mi vida, de modo que debía expulsarle de ella… para siempre. Le mandé un mensaje explicándoselo y le bloqueé.

Lloré, lloré mucho, pero me sentí profundamente liberada. A veces pienso en él, qué habrá sido de esa persona. Pero por nada del mundo volvería a traerle a mi vida: él era la cadena que me impedía volar. 

 

EGA