DE CÓMO LLEGÓ EL CPAP A MI VIDA… Y OTROS DEMONIOS

2020 fue un año con muchas subidas y bajadas. Lo empecé preparando unas oposiciones y yendo cuesta abajo y sin frenos hacia un sinfín de cambios y de sufrimiento, sin saberlo.

En marzo llegó el confinamiento… y yo, que vivía sola, estaba en el paro y tenía dos gatetes recién rescatados, no tenía excusas para salir a la calle.  Cierto es que no me mortificaba: tenía libros, internet, comida, gatos, aunque el dinero escaseaba y el contacto humano se echaba de menos de cuando en cuando.  Si entablar amistad con gente que no conocía se me daba tan bien como a un pulpo salir de un garaje, esto, amigas, era otra liga. 

Llegó el verano, encontré trabajo fuera de mi sector y seguí adelante como mejor pude y supe. Pasé el verano trabajando, después de meses sin salir de casa, pero… era lo que tocaba. Y llegó el otoño y, con él, se instaló el Covid en mi cuerpo hermoso. Os juro que no me han dolido más las costillas en mi vida, y hasta el alma. ¿Las costillas? Sí, las dichosas costillas. No me podía levantar de la cama, me costaba respirar, me daba fiebre alta durante muchos días; malvivía como podía en mi soledad, como una apestada y sin poder hacer nada. Lo pasé muy mal durante demasiado tiempo, sólo podía dormir y quejarme, mientras los gatos me acompañaban en la cama. 

Mes y pico más tarde, me levanté y empecé a trabajar de nuevo, a ocuparme de todo… pero con un cansancio que iba en aumento, contra todo pronóstico. Cansancio extremo, lo llaman. Fui diagnosticada de «Covid persistente» y ahí empezó mi pelea por mantenerme despierta y hacer como que no me pasaba nada. ¿Sabéis la horrible sensación de estar muriendo de dolor por la regla y fingir que estás bien, que puedes trabajar como los demás, o que puedes acudir a los compromisos que tienes? Pues algo parecido, pero aplicado a un sueño eterno. Dejé de pasar días fuera de casa, sólo salía unas horas y en plan tranquilo. Tampoco salía de noche, casi ni a cenar, y empecé a conducir sólo para ir a trabajar. Cambié de trabajo y el esfuerzo por mostrarme como la gran profesional que soy era agotador. 

Tras un tiempo así, me empecé a venir abajo y a desear que me pasara algo malo, no quería amanecer al día siguiente, no quería seguir malviviendo. Eso no era vida. Los médicos no me entendían, sólo me decían que no sabían. Todas esas ayudas médicas que decía la Junta de Andalucía que iban a poner para los afectados se quedó en el olvido. 

Hasta que un día, después de mucho, me llamaron del hospital para verme. En pocos minutos, aquel médico me derivó a Neumología, ya que creía que podía estar sufriendo una apnea del sueño. Tiempo después, tuve la suerte de dar con una médica que me escuchó y me observó, y, tras ver mi mirada perdida, me dijo que todo le cuadraba con apnea. Solicitó una prueba diagnóstica, que tuve que esperar al menos un par de meses (porque los festivos son lo primero) y al fin, en abril de ¡2022! me pasé una nochecita con una máquina del demonio pegada al pecho y un montón de cables. No esperaron, me llamaron un día después para decirme que mi apnea era grave: más de 30 paradas respiratorias por hora. Eh, wait… what? ¿por hora? Eso quería decir que tenía, al menos, una cada dos minutos. Según mis cálculos, eso era un montón. 

Tardaron otro tanto en darme el CPAP con el que tendría que dormir a partir de entonces, porque, al parecer, la apnea grave y no controlada tiene alto riesgo de ictus. Ictus = caca. Mi estado de ánimo, en lugar de ir a mejor, fue a peor. Cuando por fin me dieron la máquina, fue acompañada de unas sesiones con una psicóloga y unas reuniones. Al parecer, me habían metido en un grupo especial de apoyo por el alto nivel de abandono del tratamiento, o baja adhesión, como lo llamaban ellos. En las encuestas, marqué por todas partes las opciones cercanas a querer morirme, literalmente, y a cuánto había cambiado mi vida en los últimos tiempos. Me sentía envejecer cada día.

La primera noche, lloré como no había llorado nunca. No quería ni mirarme al espejo. Durante los primeros tres meses, tuve que pasar por cinco mascarillas distintas, hasta dar con una con la que me sintiera «cómoda», si es que se puede estar cómoda con una mascarilla pegada a la cara todas las noches y un tubo que se te enreda en el brazo. Durante todas esas pruebas, nunca abandoné, pero me sentí peor que nunca… Me habían prometido un cambio mágico de vida, levantarme un día y decir «¡hostia, ¡qué bien estoy!», y eso no llegaba, y yo me sentía muy frustrada. Las ideas negativas iban en aumento. 

Hasta que di con una mascarilla que, más o menos, me permitía dormir. En mi caso, fue oronasal (que cubre nariz y boca, la más clásica). Ahí, cuando te das cuenta de que ya no te duermes cada vez que te sientas, o que puedes volver a conducir, es cuando notas el cambio. En mi caso, nunca ha sido un cambio extremo, nunca he notado esa inmensa alegría o ese pedazo de mejora en mi calidad de vida que me habían descrito… pero, poco a poco, dejé de querer desaparecer y empecé a hacer más cositas… con mis limitaciones, pero algo más normal. 

Me hicieron otra prueba diagnóstica no hace mucho para conocer el nivel de oxígeno que necesitaba, y me subieron los niveles de la máquina. No fue hasta la última cita con el neumólogo (a partir de ahora, serán anuales) cuando me enteré de que, en realidad, tenía 75 paradas respiratorias por hora. Es decir, mi apnea es muy grave, mucho. Del nivel de… «aunque adelgaces 30 kg, nunca te vamos a poder quitar el CPAP». Estaba al borde de que me diera un chungo y yo sólo sabía que me encontraba muy mal.

Ahora, si una noche no la puedo usar (hace poco, tuve que dormir sin luz dos noches), me levanto hecha mierda pisoteada. Si la uso, puedo sobrellevar los días con cierta dignidad. Espero, con el tiempo, poco a poco, ir sintiéndome mejor. Han pasado más de dos años hasta que he podido decir esto. No sé si fue el Covid o si éste despertó algo o si fue casualidad o si es porque estoy jamona (me han dicho de todo, cada médico es un mundo… de color), ni me importa. A estas alturas, sólo necesito sentirme mejor. Aunque no me importaría nada que a alguien le diera por inventar algo menos aparatoso para dormir… ja, ja…

De esto poco se habla, y ya no digamos de mujeres que lo sufran. No conozco a ni una sola mujer que use CPAP, o que lo haya admitido, porque, seamos sinceras, no es plato de buen gusto. Y ya dormir con alguien… ni os cuento. Se llega a sentir vergüenza de una misma. El CPAP es una máquina del diablo, no os puedo decir que sea cómoda… pero también salva vidas. 

Amigas, si os encontráis mal, si estáis muy, muy cansadas, si os sentís desfallecer; si os veis peor cara cada día, si no podéis tirar de vuestro cuerpo, si os dormís haciendo cualquier actividad, desde leer un libro hasta ver una serie; si os duele todo el cuerpo y los dolores de cabeza son continuos, si habéis perdido calidad de visión; si infinidad de ideas horribles y dañinas pasan por vuestra imaginación, si llegáis a desear no volver a despertar… Acudid a vuestro médico y no permitáis que os despache diciendo que tenéis que perder peso (seguro que muchas ya sabréis a qué me refiero).

Insistid hasta que os deriven y os vean médicos distintos, pues uno de ellos finalmente se dará cuenta de lo que os está pasando. No siempre se arregla la vida sólo con perder peso, que es necesario por salud, pero es que a veces se nos va la vida sin diagnóstico y sólo nos recomiendan dieta; y no siempre se trata de una depresión, como se tiende a pensar. Sed pesadas, no desistáis. Y, si llega un día en que os toca lidiar con una maquinita de éstas, hacedlo con toda la paciencia del mundo y con mucho amor a vosotras mismas. Y no olvidéis pedir los cambios que os hagan falta, el equipo está cubierto por la Seguridad Social de vuestra CC.AA. y la mayoría de la gente no lo sabe. Es un problema de salud que estáis sufriendo y, como tal, tenéis derecho a que os faciliten lo necesario para mejorar vuestra calidad de vida. 

Mucho ánimo a todas (y todos) las que estéis en el proceso, es duro, pero hay que ir a por todas.

 

Helena con H