Como consecuencia de una negligencia médica, el parto en el que mi madre dio a luz a mi hermano mayor, allá por 1982, fue un desastre y mi hermano quedó afectado de una parálisis cerebral para el resto de su vida. Tuvo que ver con un estrangulamiento del cordón umbilical alrededor del cuello de mi hermano, que le dejó sin oxígeno el tiempo suficiente como para provocarle esa lesión. 

Mi hermano tuvo una infancia más bien difícil, no pudiendo controlar los movimientos de los músculos de su cuerpo y sus extremidades, sin embargo, el crecimiento de su cuerpo vino acompañado del empeoramiento de sus síntomas, de manera que tenía un mejor control de su cuerpo con 3 años que con 20. El hospital fue denunciado y mi hermano recibió una indemnización astronómica (sobra decir que no hay cantidad de dinero en el mundo que pueda compensarle el daño sufrido) con la que paga a profesionales que le asisten en todas y cada una de las tareas que desempeña diariamente. Todas. No tiene la independencia ni, en muchos casos, la privacidad que la mayoría de las personas damos por garantizadas. 

 

A pesar del apoyo de sus (mis) padres y del resto de la familia, de todos los esfuerzos por adaptar mil y una actividades para que él pudiera formar parte, mi hermano es un tío muy inteligente y con un nivel de frustración igual que el del resto. Llevar en una silla de ruedas toda tu vida no tiene por qué hacerte más valiente, ni más fuerte, ni más resiliente ante la adversidad. Rozando los 30, cayó en una depresión tremenda que le quitó las ganas de comer, de hablar, de escuchar música (con lo que le gusta), de leer o de escribir… de todo. Y aquí vino lo interesante.

Una amiga mía cayó con depresión algo antes que mi hermano, y me aseguró que ella sentía que recibía incomprensión por parte de la gente, que le soltaba frases del rollo “tienes que agradecer lo que tienes”, “esto pasa cuando no tienes que preocuparte de qué comer”, “estás siendo muy negativa, tienes que abrir los ojos”. Mi hermano, en cambio, recibía de las personas una palmadita en la espalda como para confortarlo, porque claro, que él tuviera depresión era normal. Su vida no merecía la pena, no había nada que agradecer, qué putada era vivir así.

Se puede entender esta actitud por parte de la gente, pues qué duda cabe de que la condición en la que se encuentra mi hermano no tiene nada de envidiable, pero es más peligroso cuando hay quienes empiezan a dar por hecho que quizá terminar con su vida sea algo admisible en su caso. No es mi intención debatir aquí sobre el derecho a la eutanasia, a favor del cual he estado y estaré toda mi vida. Simplemente, quiero transmitir unos hechos.

Mi hermano vive de una manera que algunas personas pueden considerar justifica de sobra el deseo de morir. Así lo recibió él, con varias personas (algunos profesionales incluso) que le hablaron del tema, por supuesto que no con intención de convencerle de nada, pero sí al hilo de la desazón que sentía él en ese momento. Sin embargo, una terapeuta en manos de la cual cayó un poco por casualidad, le dio un giro de 180 grados a este planteamiento y comenzó con él una terapia intensiva en la que tirar la toalla simplemente no era una opción. La mejora no fue ni mucho menos inmediata; fue lenta, pero brutal. Mi hermano fue cogiendo fuerza, poco a poco, fue volviendo a dedicar su tiempo a lo que más le gustaba hacer, se puso metas (cursar un máster de guión) y las cumplió, y a día de hoy no hay nadie que lo pare.

Trabaja como guionista, tiene una novela a punto de ser publicada, y sold-out en un espectáculo de comedia en el que participa. En su tiempo libre, va a todos los conciertos que puede y compite en boccia, un deporte que quizá no conozcáis pero al que mi hermano es muy bueno. Y yo cuento su historia porque me llena de alegría, de orgullo y de felicidad.

 

Anónimo

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