AQUELLA NOCHEVIEJA QUE TERMINÉ EN  URGENCIAS CON UN COMA ETÍLICO 

Así es, y no solo sufrí un coma etílico en nochevieja, sino que fue la  primera y última nochevieja que salí de cotillón con mi grupo de amigos. 

La mayoría de edad no es sinónimo de madurez, ahora lo veo claro, es una  edad tremendamente complicada porque en ti vive aún una niña que de  pronto ya es adulta, quiera o no, y cada segundo que transcurre parece una  cuenta atrás en la que ya debes saber qué coño vas a hacer con tu vida y lo  que es más terrible, quién vas a ser el resto de tu vida. 

Antes de contaros los acontecimientos que me llevaron a terminar con un  médico abofeteándome con saña, tengo que hablar de la causa de mi estado  físico y emocional de la noche cero, que es como la he bautizado, porque resultó  un absoluto desastre para todos y porque supuso un antes y un después en mi  manera de ahogar con alcohol mis emociones. 

El verano anterior a la noche cero, me lo pegué trabajando un número de  horas indecente en un restaurante de playa y fue allí donde conocí al  colombiano que me cameló con historias de miedo y superación,  convirtiéndose en una obsesión para mi durante demasiado tiempo. Su  atractivo y su determinación por salir adelante en España, dedicándose a su  pasión, me nubló la poca cordura que tenía por aquel entonces. La historia  con J.J. da para un culebrón que no viene al caso porque la cuestión es que la  obsesión por este chico, mitad preocupación, mitad enamoramiento, fue el  detonante del fatal estado de ánimo en el que me encontraba aquel treinta y  uno de diciembre. 

Mi paso a la adultez no tenía tan mala pinta a fin de cuentas; acababa de  comenzar una carrera que, no era lo que soñé de niña, pero tenía y tiene  mucho que ver con lo que soy y con lo que me gusta, un grupo de amigos sólido  con los que poder llorar y reír sin demasiadas complicaciones, una familia  acompañándome, buena salud, en fin, una realidad tranquila y prometedora  que yo no acababa de percibir como suficiente ni perfecta, empeñada en lanzarme a los exigentes brazos de los pensamientos derrotistas que me  asfixiaban cada día. 

Y así, obsesionada por la llegada de los pocos y muy escuetos mensajes  que me mandaba el susodicho, en plena crisis existencialista y con las  emociones a flor de piel, terminé pagando un precio insultante por poder beber  mierda con coca cola en tres baretos, que ni me gustaban entonces, ni he  vuelto a pisar jamás. 

Por supuesto no llegué a los canapés ni al chocolate con churros de la  madrugada, sencillamente abandoné mi cuerpo y mi consciencia a base de  copas y bailes frenéticos y en menos de dos horas ya estaba camino de  urgencias con mis amigos muertos de miedo, según me contaron después, y  mi familia preguntándose donde carajo me había metido.  

Recuerdo escenas que al principio parecían ajenas a mí, como si no fuese  yo la que estaba en aquella camilla. Varios sanitarios gritando mi nombre,  uno de ellos propinándome bofetadas fortísimas para despertarme, una  dolorosa inyección y reproches disfrazados de condescendía en las miradas y  en los comentarios del personal cuando al fin recobré la consciencia. Poco más  recuerdo; a mi familia entrando en la habitación, aliviados, sorprendidos,  decepcionados y a mi sobrinito en casa cuando me dieron el alta.  

Resultó ser un fatal episodio sin rastro de la noche catártica que buscaba  para comenzar el nuevo año con menos ansiedad y dependencia de un tipo y una historia que en realidad no fue nada más que eso, una historia que  terminó. 

La verdad es que no empecé a admitir que todo había terminado hasta  que le conté mi visita al hospital, por supuesto sin mencionar que el que él no  estuviese a mi lado esa noche había tenido mucho que ver, y su mensaje de  vuelta fue algo así como “¿tanto me echabas de menos?” WTF!, ¿en serio se  puede ser tan egocéntrico y controlador con solo cinco palabras? Sentí que, en  vez de preocuparse por mí, mi paseo por el abismo le había engordado el ego  y no volví a responder a ningún otro mensaje suyo.

Tras la noche cero, aparté el alcohol de mi vida durante unos meses y  cuando sucumbí de nuevo al efecto anestesiante que proporciona, me prometí  no volver a abandonarme hasta el extremo de huir de mi cuerpo.  

Promesa que me hice más por evitarle disgustos a los demás que por mí  misma y, de momento, voy cumpliéndola.

Maragla