A mi las redes sociales me cuestan. Siempre me han costado. Cada vez que me he abierto una cuenta en instagram he acabado cerrándola porque me he visto a mí misma haciendo exactamente lo que más critico cuando lo hace la gente a la que sigo: fotos de comida, selfies de gym, selfies de ascensor, selfies grupales de fiesta, stories que certifican que yo me lo estoy pasando por lo menos igual de bien que tú, y que tú, y que tú. Lo odio.

Pero Martín, el que fue mi novio durante más de un año y medio, me convenció de que el problema no era de las redes sociales sino del uso que se les da. Y tampoco le faltaba razón. Así que volví triunfante al escaparate, súper segura de mí misma, y con una pareja que estaba segura que haría cosas de pareja: darle like a todas mis fotos, corazones, fueguitos… pues eso, cosas de parejas. 

Y así fue durante un tiempo. Ninguno de los dos subía muchas fotos, la verdad, pasábamos por ese primer momento de la relación en que preferíamos disfrutar de lo que hiciéramos sin estar documentándolo a cada paso, y publicábamos solo fotos puntuales en las que (casi siempre) salíamos los dos juntos.

Pero entre Martín y yo, como entre tantas otras parejas del mundo, la química fue desapareciendo, las mariposas del estómago fueron convirtiéndose en polillas, y nuestras citas dejaron de ser lo que eran. Hacíamos menos planes, y cuando estábamos juntos, Martín sacaba el móvil y se ponía a pasar stories en medio de una peli en el cine, o de paseo por la playa. A mí me ponía de muy mala gaita, pero, una vez más por imitación, empecé a hacer lo mismo. Entonces él empezó a publicar a todas horas, y yo también. El siguiente paso fue que la versión en redes empezó a ser mejor que la realidad, es decir, planeábamos ir a cenar sushi, por ejemplo, y nos pasábamos toda la cena discutiendo por cualquier tontería y luego de morros mirando el móvil, pero cuando cada uno llegaba a casa publicaba sus cuatro nigiris y su bubble tea para llevar, y con etiquetarnos el uno al otro ya estaba la cosa más o menos solucionada. Así de penoso lo veo yo también a toro pasado, pero en el momento yo no era tan consciente de que aquello se iba a pique.  

Hasta que un buen día, debajo de una foto que publicó de sí mismo en el espejo del gym, yo comenté algo un poco jocoso, como riéndome de la horterada de publicar una foto así. Después de un ratito dándole vueltas, me pareció que quizá me había pasado un poco, pero cuando fui a editar mi comentario, no lo encontré. Lo primero que pensé fue que no lo había terminado de publicar, pero me extrañaba muchísimo, así que fui a buscar en la foto anterior un comentario que también recordaba haberle hecho debajo. Nada, ni rastro. ¡Pero si le había dado like a mi comentario! ¡Me acordaba perfectamente! Seguí investigando, con la cara roja de la rabia, porque estaba yo que fumaba en pipa, y encontré tres o cuatro veces más que me había censurado comentarios, la mayoría de tipo amoroso. 

Le llamé para que viniera a casa, y cuando llegó me quedé bien a gusto. Ni siquiera le di la oportunidad de humillarme con una explicación, vamos. Le dije que era un cobarde, y que si hubiera tenido los cojones de venir a hablar conmigo, ya le habría aclarado yo que esos comentarios eran por quedar bien; por fingir que todavía había algo más que likes y hashtags entre nosotros. No por amor, desde luego, ya no. Al principio Martín lo intentó, ¿eh? Que si sería un error en instagram, que a veces se le colgaba… Le eché tal mirada que el pobre agachó la cabeza, qué iba hacer, y me preguntó a ver si había alguna forma de arreglarlo. Le dije que le mandaría la respuesta por instagram.  

Antes de que saliera por la puerta ya lo había bloqueado. 

 

Anónimo

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