De cuando hice callar a todos en el comedor de mi trabajo.

 

Era mi hora de comer, y creo que cabe mencionar que, aunque somos muchos en mi trabajo, no todos comemos a la vez así que en ese momento y espacio, éramos pocos, digamos que no más de diez personas, entre las cuales había tanto compañeros con el mismo puesto que yo, como algún manager. Ah, y era invierno.

El caso fue que uno de mis compañeros abrió la veda y comenzaron a hablar acerca de los dispositivos inteligentes que cada uno tenía en su casa: que si el altavoz que le programaba las alarmas a uno, que si las bombillas de colores otro, o el calentador que se encendía desde el móvil antes de llegar a casa alguno más… y así. Y que viene uno y me pregunta: “¿Y tú que tienes, Sparrow?”, y que voy yo y que sin reparo ni vergüenza, le contesto al instante: “¿Yo? Pues mucho frío, porque ni calentador tengo.” Y se hizo el silencio.

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Yo no sé lo que pensaron (seguramente “trágame tierra”), ni cómo se sintieron (seguramente mal). Pero de verdad que mi intención no fue en ningún momento la de agüarles la fiesta. Porque en serio que ellos parecían habérselo estado pasando pipa hablando de sus cacharros. Pero es que creo que me había estado sintiendo tan incómoda que aquella contestación me terminó saliendo del alma.

Después de todo, ¿qué otra cosa podría haber dicho? Si es que era la verdad, lo estaba pasando mal y no tenía ni calentador, ni wifi, y a duras penas, luz. Mucho menos iba a tener un asistente que me bajase las persianas al mando de mi voz. Más que nada porque tampoco tenía persianas (ni cortinas). Y cuando llegaba a casa lo que me quedaba de tecnología era mi móvil hasta que se le acababan los datos y entonces me tocaba mirar al techo.

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Ahora mi situación ha mejorado mucho; vivo en un lugar bonito, que me gusta, lo he decorado hasta poder llamarlo hogar, tengo una terracita en la que me siento a leer cuando hace buen tiempo, ¡y adivina!, tengo un altavoz que me maneja las luces, me dice qué tiempo hará hoy y me pone alarmas, pero cuando recuerdo aquella tarde durante el almuerzo, pienso en lo absorbidos que estamos la mayoría por el consumismo, en lo mucho que asumimos cosas, como que todo el mundo cuenta con las mismas oportunidades y comodidades que nosotros, y en lo poco cuidadosos que somos con lo que decimos y con cómo hacemos sentir a los demás.

Porque esa vez se trató de los cacharros inteligentes, pero mis compañeros de trabajo se la pasan hablando de su próximo viaje a Nueva York, y del próximo crucero, y de la súper moto que se acaban de comprar y que es más moto que cualquier otra moto… No me malinterpretéis, ellos no son mala gente, simplemente esa es su vida, como puede ser la de cualquiera, y no piensan en que quizás la persona que tienen al lado (como alguna del equipo de limpieza, que siempre está a nuestro alrededor mientras comemos, haciendo su trabajo, por cierto), podría tener una realidad completamente diferente.

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Hay algo muy sabio que dice que “De la abundancia del corazón, habla la boca”, y que me parece muy cierto. Al fin y al cabo, lo que nos llena el corazón, nos llena la cabeza. Y de lo que tenemos llena la cabeza, se nos llena la boca.

Quiero decir, está genial que cada uno disfrute lo que tiene y que sea tan feliz por ello que quiera contarlo a los demás. Pero el hecho de dar por sentado que así son todas las vidas, y todas las casas. Y que todos los poderes adquisitivos dan para más o menos lo mismo, me parece frívolo. Porque es como si tú, que te peleas con el resto de gastos cada mes para poder pagar la luz, no existieses. O sea, el equivalente a cuando en el cole, los populares eran un mundo aparte que eclipsaba a todos los demás mundos. Que por supuesto eran mundos feos y desolados.

Y entonces aquellos que no tienen, se quedan suspirando y sintiéndose mal consigo mismos. Mientras tú no haces más que hablar de tus viajes internacionales como el que va al parque de las Siete Tetas el domingo.

No, no todos podemos permitirnos lo mismo.

 

Lady Sparrow