Siempre me he tomado con mucha naturalidad y normalidad que, a mí alrededor, todo el mundo fuera entrando en la maternidad. No me sorprenden las barrigas de nadie ni me parece nada muy increíble. No me parecen ninguna bomba noticias dadas al estilo: “¿¿¿¿Te has enterado de quién está embarazada????”.

Tampoco me ha afectado demasiado el hecho, como a las chicas de testimonios que leo aquí a veces. Se quejan de que sus amigas ya no tienen tiempo para ellas ni se interesan por sus problemas, que también existen y merecen una escucha activa. No he tenido esa sensación de abandono.

Ni siquiera me molesta tener que hacer planes con niños si quiero tener vida social más allá de mi pareja, porque casi todo nuestro entorno más cercano tiene hijos. Así que no, esto no es una opinión sobre la maternidad o las madres en general escrita desde la desilusión.

“Pero, ¿qué os pasó?”

Hace poco tuve que compartir un viaje de casi dos horas en coche con tres de mis amigas. A dos de ellas las veo de higos a peras, así que estaba emocionada con el viaje. Me apetecía mucho verlas.

No podía yo sospechar que aquello acabaría convertido en una charla monotemática sobre artículos de bebé. Empezaron con carritos, siguieron con utensilios de cocina y terminaron con los dibujos animados favoritos de sus críos. Una vez que se enristraron, aquello fue un no parar.

Cuando el tema de conversación es la maternidad, todo el mundo quiere opinar porque todo el mundo (que sea madre/padre) tiene experiencias para compartir. Además, me he dado cuenta de que, cuando mis amigas se ponen a hablar de crianza, cuentan sus cosas con dos objetivos: seguir la conversación y validar su criterio y su forma de hacer. Necesitan que alguien les diga que también lo hace así, o que le parece una buena idea.

Yo iba en silencio, en mis pensamientos, mirando por la ventanilla. No había estado callada ante varias personas tanto tiempo seguido como cuando cogí una afonía crónica después de las fiestas de mi pueblo. En aquella continua espiral conversacional, en la que unas hablaban por lo alto de otras y nadie dejaba pasar su momento, alguna dijo: “Bueno, vamos a dejarlo ya, que a ella este tema no le interesa”. A mí se refería. Y fue cortesía, porque, en cuanto dije: “Nada, tranquilas”, siguieron como si necesitaran mi venia.

La vuelta no fue mejor. Si la primera parte había servido para diseccionar el funcionamiento y utilidad de cualquier objeto con el que sus hijos interactúan, la vuelta trató sobre cocina. Pero no algo sobre experimentos culinarios, nuevas recetas, ideas o vídeos recientemente vistos en redes, no. Tan interesante no. Cocina del tipo cómo ponen a cocer los garbanzos para que nos les queden duros, cuánto avecrem usan y para qué, qué días comen legumbres y cómo gestionan las comidas de casa en relación a las del comedor.

Pasó lo mismo que en la idea, que empezaron a hablar unas por encima de otras y a repetir frases para afianzar sus posiciones y sentirse validadas.

—Pues yo corto las verduras en juliana.

—Pues yo a tacos.

—Pues yo en juliana.

—Pues yo no.

De lo que nadie me advirtió cuando mis amigas entraron en la maternidad es del aburrimiento crónico que me iba a causar estar con ellas.

Yo ya no pido una conversación estimulante porque no a todo el mundo le interesan los mismos temas. Ni siquiera pido que dejen de monopolizar la conversación para hablar de sus hijos todo el tiempo.

Pero, coño, algo, ¡algo! Uno de esos cotilleos que antes nos daban para días enteros. Un análisis de lo que tal o cual conocido anda haciendo, y es digno de debate. ¡No sé, algo!

¿Por qué ya no se dejan ver esas mujeres locuaces y con objetivos e inquietudes propias que siguen viviendo dentro de ellas? ¿Qué les pasó? ¿Tan opacas y ocultas están por sus “yo” cuidadoras de la casa y los hijos?

Echo de menos a mis amigas, pero no porque no las vea. Las echo de menos porque se han ido, aunque físicamente sean iguales y sigan presentes. Y sospecho que van a tardar mucho en volver.