Soy de un pequeño pueblo de Rumanía, crecí allí rodeada de una familia católica que me quería, me cuidaba y me daba todas las atenciones que necesitaba. Tuve unos padres cariñosos, una abuela que era (y es) mi ángel de la guarda y unos primos mayores que siempre me hacían rabiar.

Fui una niña con una infancia básica y feliz se podría decir, todo cambió cuando conocí a Sorina. Fue en el verano de 2006, cuando tenía yo 15 tiernos años y mi sexualidad era algo que jamás me había planteado. No me interesaban ni los chicos, ni las chicas. Había besado a un par de compañeros del colegio, pero no se había encendido nada dentro de mí cuando estaba con ellos.

Sin embargo, ella. Ella no encendió mi interior, lo incendió. Cada centímetro, por dentro y por fuera. Era sonriente, suave y escandalosa. Vino a pasar aquel verano a mi pueblo y revolucionó mi vida entera. Empezamos siendo solamente amigas, ninguna de las dos sabíamos a dónde íbamos a ir a parar aquel verano. Todo eran paseos en bici, expediciones a las montañas y juegos probando el alcohol por primera vez. Comenzamos el verano con un grupo de amigos, lo terminamos las dos solas yendo juntas a todas partes.

Cuando llegó septiembre y se tuvo que marchar mi corazón se quedó vacío, él fue el primero en entenderlo. No lo hizo mi cabeza, no lo hicieron mis genitales, solo fue mi corazón. Se instaló un vacío perpetuo que solo se acallaba cuando recibía una carta suya. Eran cartas inocentes, sin segundas intenciones. Qué tal nos iba el colegio, cómo había sido el último sábado con amigos que no nos terminaban de caer del todo bien, cómo nos echábamos de menos y cuántas ganas teníamos de que fuera verano otra vez.

El verano de 2007 fue el mejor que recuerdo en toda mi vida, las dos con dieciséis años y descubriendo que nuestro cuerpo empezaba a tomar cartas en el asunto. Fue natural, fue despacio, fue sin prisas. Pequeñas caricias que eran descargas eléctricas, palabras susurradas al oído que ponían la carne de gallina, miradas a los labios de la otra que dejaban las intenciones claras.

Pero ninguna se atrevía a pasar de ahí, por mucho que nuestro cuerpo lo pidiera. Éramos jóvenes, pero sabíamos perfectamente qué es lo que estaba mal. En nuestro país la homosexualidad no estaba (ni termina de estar a día de hoy) bien vista, sabíamos lo que significaba dar ese paso y ninguna estaba dispuesta. El 31 de agosto de 2007 fue la primera vez que la besé, fue el día que empezó la revolución, fue el momento en el que ya no hubo marcha atrás.

No fue un beso de película con lenguas que se enredan, manos desesperadas y pelos locos. Fue inocente, fugaz, corto. Fue un beso en los labios que duró apenas dos segundos, pero indicó el principio del fin. Lo notamos, lo supimos: estábamos enamoradas.

Las cartas cambiaron y a pesar de tener 17 años eran claramente +18. Describíamos cómo nos tocábamos pensando en la otra, cómo imaginábamos cómo sería, cuántos deseos estaban ocultos bajo nuestra piel. Volvió a llegar el verano y la revolución sexual con él. Nos escondimos en cada rincón para poder meternos mano, besarnos, tocarnos, sentirnos, corrernos. Aprendimos muchísimo del cuerpo de la otra y del propio, aprendimos que necesitábamos que ese verano fuera eterno, aprendimos que sin la otra ya no. 

Dejamos que pasara un año más y con 18 decidimos soltar la bomba, salir del armario y compartir nuestros sentimientos con nuestras familias. No salió bien, como podréis imaginar. A ella le prohibieron venir al pueblo, a mi prohibieron volver a verla, a las dos nos prohibieron hasta mandarnos cartas.

La única que me consolaba, me quería y me ayudaba cuando nadie miraba era mi baba, mi abuela Doina. Me pedía que fuera feliz, que no escuchara, que luchara por lo que sabía que era mío y me pertenecía. Me mantuvo cuerda y firme. Nunca podré agradecerle suficiente.

Estuvimos dos años sin vernos, pero no sin saber de la otra, nos las ingeniamos para dar con la otra a través de amigos, no escribíamos las cartas a nombre de terceras personas y se enviaban a otras direcciones y nos las hacían llegar a escondidas. Estas no estaban llenas de sexo o de amor, eran desesperanza, gritos de necesidad, planes de fuga.

Y así fue, nos fugamos, las dos, solas, sin nadie, a España. Llegamos a Madrid en octubre de 2010, con apenas 20 años. Sin casi ahorros, sin saber prácticamente español y con muchas ganas de que todo saliera bien. Ella encontró trabajo de recepcionista en un hostal, en el cual nos dejaron quedarnos allí a cambio de un sueldo precario y una habitación con baño compartido para las dos. Meses después me contrataron a mi limpiadora en el mismo hostal y con los años los dueños del mismo se convirtieron en familia.

Estudiábamos español por las noches, renovábamos el permiso cada vez que podíamos, gracias a nuestros jefes conseguimos nuestro DNI y ahora somos orgullosas españolas con raíces rumanas. Le pedí matrimonio el 2015 y en 2016 ya éramos mujer y mujer. A día de hoy nuestras familias siguen sin hablarnos, pero tenemos un pisito alquilado cerca del río Manzanares que es refugio, que es hogar.

Desde que cumplí los 16 no he vuelto a besar a nadie que no sea ella y no me arrepiento ni un solo día de ello. Nos hemos construido una vida con cimientos de puro amor y nos está quedando preciosa. Mi querida esposa esté embarazada de una niña que llegará en diciembre si todo sola bien, seguro será la luz de nuestra vida, se llamará Doina, como mi abuela. La única mujer que supo entenderme y quererme tal y como era, de la cual no pude despedirme y con la que sueño casi cada noche.

Abuela, lo he conseguido: soy feliz.