Uno de los rasgos más característicos de mi familia es el pelazo.

¡Baja Modesto, que sube la menda!

Pero, chica, es que es la verdad.

Podemos ser más o menos guapos pero la mayoría de los miembros de mi familia tiene un pelo bonito que te cagas y unas melenas Pantene que no me explico cómo es que no protagonizamos los anuncios de ese mismo champú. O de cualquier otro, que si nos quieren llamar los de H&S también nos vale.

Fuerte, liso, brillante y negro como el carbón.

Negro, negrísimo tenemos el pelo.

Al menos hasta que aparecen las canas.

Y ¿qué pasa cuando nos salen canas? Pues si eres hombre, nada, las asumes y llevas como si nada. Pero, si eres mujer… amiga, la cosa cambia. Toca disimular y pasarse al negro azabache de bote.

Como hizo mi abuela. Y mi madre. Y mi prima la mayor.

Tal y como se supone que tendría que haber hecho yo.

Pero es que a mí me empezaron a salir muy joven, a los veintitantos.

Aparecían de repente en la coronilla, cayendo hacia la parte de atrás de la cabeza. Yo ni me las veía, era mi madre la que me avisaba, arrancándomelas cuando pasaba por detrás de mí.

Yo soltaba un ‘¡aaauu!’ y le decía que las dejase, que por cada una que me arrancaba me iban a salir siete más.

‘Tienes que empezar a teñirte’, me contestaba ella. Y yo, ‘bah, son cuatro canas sueltas’.

Sin embargo, aunque al principio ni me lo planteaba, cuando en cuestión de un par de años mi melena era ya más gris que negra… caí.

Me teñí el pelo por primera vez en mi vida.

A los dos meses tuve que repetir, porque se me veía la raíz y era muy antiestético.

Y al mes y pico, otra vez, ¿por qué me crecía de pronto el pelo tan rápido?

Nunca me ha gustado ir a la peluquería más de lo estrictamente necesario para mantener la melena sana. Suelo llevar el pelo muy largo, me corto las puntas yo misma y ya he dicho que ni me había dado nunca un baño de color.

De modo que a mí esto de estar yendo a la pelu cada dos por tres, como que no.

¿Hacerlo yo misma en casa? Como que tampoco.

Que no, que no.

No iba a sacrificar más tiempo y dinero en pos de encajar en el canon, no me daba la gana.

Decidí dejarme las canas a los treinta y cada día estoy más feliz de haberlo hecho.

Desde entonces estoy encantada de la vida, aunque a mi madre casi le dio un parraque cuando aparecí con el pelo cortito cortito y le expliqué que pretendía de esa manera deshacerme del tinte que no me iba a echar en la cabeza nunca más. De hecho, en la actualidad todavía no lo lleva bien.

Aunque fueron muchos los que, conforme me iba creciendo y tornándose gris, me decían que me ponía años encima.

Que parecía una señora.

A mí me daba, y me da, exactamente igual.

Parecer mayor no me preocupaba en absoluto, pero es que, además, no creo que sea así. Yo me veía y me veo estupenda y aparentando mi edad. Ni más ni menos que mi edad.

La verdad es que no me importa lo que vean los demás, yo estoy muy a gusto con la imagen que me devuelve el espejo.

Ahora, a mis treinta y siete, llevo años luciendo mi preciosa melena gris al viento.

Desde que las canas campan a sus anchas mi cabellera se ve más gruesa, con más volumen. Negra era bonita, grisácea es un espectáculo.

Me flipa mi tono de gris actual, me parece superbonito y sé que está muy solicitado en peluquerías, por no decir nada de cómo me lucen los labios rojos con este color de pelo.

Pero estoy deseando que el poco negro que me queda sucumba y tener por fin todo el cabello blanco como la nieve.

 

Laura la Gris (próximamente Laura la Blanca, insensatos 😉)

 

 

Envíanos tus vivencias a [email protected]

 

Imagen destacada de Elijah O’Donnell en Pexels