Dejé la carrera a falta de seis asignaturas para acabarla

 

Cuando abandonas una carrera es complicado que la gente lo entienda, sobre todo tu entorno más cercano. Si a esto le sumas que llevas ocho años para sacártela y que te quedan «tan solo» seis asignaturas para terminarla, todos empiezan a cuestionar tu decisión y te tachan de loca.

No pretendo que todo el mundo esté a favor con mi toma de decisiones, solo quiero que se entiendan todas las circunstancias que rodeaban dicho suceso y que no se juzgue tan a la ligera a una persona que le da un giro de 180º a su vida, porque siempre suele haber motivos para ello.

Yo era una estudiante modelo, de las que sacaban sobresaliente en todo y se enfadaban cuando obtenían un notable (por pura frustración y exigencia conmigo misma). Siempre se me dieron bien asignaturas como Lengua, Matemáticas, Tecnología y Arte.

Destacaba especialmente en el terreno artístico pero, como éste «no te da de comer a menos que tengas mucha suerte», lo descarté de forma automática como forma de ganarme la vida. No pasaba nada, porque aún tenía muchos otros talentos (dicho por mis padres, no por mí… creo no ser tan pedante).

A pesar de que se me daban bien varios campos, había uno en especial para el que no tenía que estudiar: las Matemáticas; así que pensé que podría ser una buena alternativa porque ¿quién no quiere sacarse una carrera universitaria sin apenas estudiar? Fue entonces cuando cierto profesor de Tecnología se cruzó en mi camino y me hizo amar la asignatura por encima de todas las cosas: «Paula, eres buena en mates y te encanta mi asignatura, ¿has pensado en estudiar Ingeniería?». Las hormonas de una adolescente de dieciséis años, «enamorada» del profe buenorro de Tecnología, unidas a un padre que insistía en barrer para su terreno y conseguir que su hija no solo fuera la primera universitaria de la familia, sino que además fuera ingeniera, me hicieron tomar una de las peores decisiones de mi vida: estudiar Ingeniería Mecánica.

Os resumo: estaba perdida, no sabía qué hacer con mi vida, no tenía claro qué me gustaba o me habían convencido de que lo que de verdad me gustaba no tenía futuro… Así que dejé que el viento me llevara y me dejé aconsejar por lo que los demás creían que era lo mejor para mí, para lo que valía de verdad.

Os mentiría si os dijera que el primer año de carrera no me gustó. La verdad es que, con ayuda de profesores particulares en algunas de las materias, pasé a segundo curso habiendo aprobado nueve de las diez asignaturas de primero (algo bastante bueno para ser ingeniería). La cosa prometía, y pensé que quizá todos tenían razón y estaba en el lugar que me correspondía.

En segundo, la cosa se torció un poco. Decidí que yo podía con todo y me matriculé de once asignaturas (las diez de segundo más la que me había quedado de primero). El primer cuatrimestre me fue genial, pero mis fuerzas comenzaron a flaquear durante el segundo porque, además de que la dificultad de las materias se había incrementado en un 200% o más, mis padres se separaron tras unos sucesos algo traumáticos para mí y me quedé como «ama de casa» y cuidadora de mi madre enferma. En septiembre había aprobado siete de once asignaturas, por lo que ya no me era posible volver a cometer la locura de cogerme todas las asignaturas de tercero más las que me quedaban (no disponía del giratiempo de Hermione Granger para poder asistir a las clases de catorce materias y tener tiempo de estudiarlas todas), así que tuve que elegir.

En este punto, mi carrera aún me gustaba pero, por motivos personales, se me estaba empezando a hacer un poco cuesta arriba.

Sé que parecerán excusas, pero la depresión de mi madre (además de su enfermedad) me hizo descentrarme un poco de mis objetivos académicos, las asignaturas de tercero que había elegido para llegar a las diez materias por curso no me estaban gustando demasiado, y las que me habían quedado de segundo se me estaban haciendo bola.

Empecé a darme cuenta de que cuando la carrera había empezado a tomar forma, y se había alejado de los cimientos que se asentaron durante el primer curso y parte del segundo, había dejado de gustarme tanto como debería; pero mi madre insistía en que tenía casi la mitad de la carrera sacada y que era tarde para cambiarme a otra. Mientras tanto, sus demandas se volvieron cada vez más exigentes: quería que estudiara, pero también que le hiciera compañía; quería que fuera a clase, pero también que fuera su taxista particular. Y, para mí, lo principal era que ella estuviera bien física y psicológicamente; mi bienestar había pasado a estar en un segundo plano.

Pasaron dos años más en los que estuve luchando contra la tentativa de tirarlo todo por la borda. Aprobando pocas asignaturas para todo el tiempo que le dedicaba y cada vez con menos ganas de ir a clase porque cada vez me interesaba menos lo que se suponía que era mi futuro.

Mientras que muchas de mis compañeras y compañeros se ilusionaban con irse de Erasmus o conseguir unas prácticas en alguna empresa del sector, yo me quedaba paralizada porque no podía ni quería tener más responsabilidad, además de que no me hacía ilusión alguna. Mientras que muchos ya sabían cuál iba a ser su TFG y lo esperaban con ganas, yo aún ni siquiera me lo había planteado, y ningún tema de los posibles me gustaba en realidad. Había perdido la ilusión y la pasión por todo.

En este momento, mi madre tuvo una recaída fatal en su enfermedad, estuvo ingresada durante meses y a punto de morirse en un par de ocasiones. Entró en la lista de trasplantes cardíacos y la mandaron a casa a hacer reposo absoluto para, un par de días más tarde, volver a ingresarla en la UCI. 

Había dado por perdido ese final de curso y había acordado con mi madre tener un «año sabático» en la universidad para así poder centrarme en cuidarla.

El desencadenante fue el peor de los posibles: tras trasladarnos para ingresarla en el hospital Virgen del Rocío en Sevilla, en la unidad de trasplantes cardíacos, durante tres meses (nosotras somos de Málaga), y tras tener varias recaídas que amenazaban contra su vida, mi madre falleció un 19 de febrero. Y antes de morirse, me hizo prometerle que terminaría la dichosa carrera.

En septiembre, intentando hacerle caso a la promesa que le había hecho a mi madre y sin estar preparada para ello, volví a matricularme en las asignaturas que me faltaban para terminar la carrera. A estas alturas, me quedaban seis asignaturas y el TFG (añado que el curso anterior había aprobado solo tres).

Me había gastado más de dos mil euros en la matrícula de ese año (porque, cuántas más veces cursas una asignatura, más cara se vuelve), y eso que eran solo seis asignaturas… las seis peores asignaturas de toda la carrera, las cuales llevaba repitiendo, repitiendo y repitiendo desde hacía varios años. Estaba frustrada, amargada y también muy muy deprimida. No tenía fuerzas para ir a clase, ni para estudiar; es más, no tenía fuerzas ni para levantarme del sofá y hacer de comer o hacer cualquier mínima cosa productiva. Era solo pensar en ponerme a estudiar e hincharme de llorar.

Pensaba en las alternativas laborales para cuando hubiera acabado la carrera y, en vez de animarme a continuar, me quitaban las pocas ganas que pudiera tener (porque no me gustaban las salidas laborales tampoco).

Ese curso no aprobé ni una sola de las materias, y cada vez estaba más hundida en la mierda.

Tanto mi chico como la psicóloga me propusieron la idea de abandonar la carrera… pero solo me quedaban seis asignaturas y se lo había prometido a mi madre.

Al final saqué fuerzas de donde no las había para conseguir dejar atrás aquello que me estaba haciendo daño. Curiosamente, la persona que más creía que iba a juzgarme y que no iba a entenderme, mi padre, fue quien más comprensión y apoyo me brindó (además de mi pareja).

Y, ahora, cinco años más tarde, soy feliz sin una carrera universitaria, siendo Educadora Infantil en una de las mejores Escuelas Infantiles de mi ciudad y escribiendo y dibujando en mis ratos libres. Porque mi pasión no eran las máquinas, sino los niños, el arte y la literatura.

 

@caoticapaula