Esta historia, al menos la parte que yo puedo contar, comienza a mis 8 años cuando, una noche después de cenar, mis padres nos quisieron contar a mis hermanos y a mi cómo se habían conocido. Ese día había pasado algo, no sé el qué, pero estaban especialmente cariñosos entre ellos y con nosotros. Entre miradas cómplices empezaron a describir la situación con detalle.

Mi madre venía de la boda de su prima María, por eso llegó a la discoteca vestida de largo. “Para una vez en la vida que me ponía tan elegante, le saqué partido”. Mi padre venía de celebrar el cumpleaños de su tío Fede, del que nos había hablado mil veces porque era su tío favorito.

Recuerda mucho ese día no sólo por haber conocido a mi madre, sino porque ese cumpleaños fue el último que el tío Fede celebró. Unos meses después falleció en un accidente de trabajo. Se habían visto en la puerta porque unos amigos de ambos se conocían y, en cuanto mi padre vio a mi madre con aquel vestido rosa, se quedó prendado de su sonrisa para siempre.


Unos días después mi madre seguía nostálgica y parecía estar en las nubes, así que sacó los álbumes de fotos y empezó a enseñarnos lo guapísimos que eran de jóvenes, lo enamorados que estaban… Entonces, mi hermana pequeña preguntó si no había fotos de aquel vestido rosa que había enamorado a papá. A mi madre se le iluminó la mirada y sacó corriendo un álbum que nunca habíamos visto, empezó a pasar las hojas rápidamente hasta encontrar aquella foto esperada, esa en la que salían en medio los pomposos novios y a su alrededor las primas de la novia, entre las que estaban mi preciosa madre y… ¿YO? En cuanto mi dedo se acercó a señalar a aquella niña rechoncha que en tantas otras fotos habíamos visto, mi madre cerró el álbum de un golpe y se puso en pie. Nos mandó a lavarnos los dientes, supongo que por los nervios porque no habíamos comido nada, y cuando intenté decir un “pero”, se enfadó y comenzó a dar órdenes sin sentido para quitarnos de delante. Yo era muy pequeña, no me había dado cuenta de que había desvelado el principio de un gran secreto a voces.

Unos años más tarde, entrando lentamente en la adolescencia, mi padre me pilló saliendo a escondidas a ver a mis amigas un día que estaba castigada. Me gritó como nunca lo había visto gritar a alguien, estaba cansado del trabajo y descargó toda su frustración conmigo. Me agarró de un brazo y no paraba de gritar lo insoportable que era tener que criar a una niñata desobediente como yo. Mi madre llegó y, sin decir nada, lo miró y entró en su habitación dejando la puerta abierta. Él se quedó paralizado y, unos segundos después, la siguió y cerró la puerta. Desde fuera oí a mi madre en un tono tan bajo y tan sereno que helaba la sangre.

Le reprochaba el trato que tenía conmigo desde que me estaba haciendo mayor, que era injusto y mis castigos excesivos y que veríamos si cuando mis hermanos llegasen a mi edad hacía lo mismo. No entendí lo que quiso decir, pero cuando recalcó nuevamente “si fuera la tuya no le gritarías así”, noté como se me aceleraba el corazón, los ojos se me abrieron tanto que me picaban, se me secó la boca y me temblaban las manos.

Una imagen de aquel álbum que vi años atrás me vino como un flash, aquella niña era yo, en la boda de mi prima María, el día que mis padres se conocieron. Salí corriendo a respirar aire fresco. Me quedé en la entrada de casa, sentada en el bordillo, hasta la hora de cenar. Cuando todos nos sentamos en la mesa yo aun no había reaccionado a toda la información que se me agolpaba desordenada. En cuanto todos se sentaron a cenar (incluidos mis primos mayores, que venían a pasar unos días a casa) no pude evitar soltar: “Si papá y tú os conocisteis después de la boda de María, ¿cómo es que yo fui a esa boda?” Mi madre, tan natural como si hablásemos de algo del cole, me dijo que no dijese tonterías. Mis primos susurraron algo entre ellos y se rieron. Nunca nos llevamos del todo bien, pero supongo que, si había algo raro, ellos lo sabrían.


Estando más tranquilas, pasado un tiempo, mi madre me dijo que la de la foto no era yo, era una niña del pueblo que se había mudado, que no recordaba su nombre y que por eso se ponía nerviosa. Supongo que mis ansias por seguir mi vida lo más normal posible me hicieron creerla. Aunque no entendí nunca, si yo había nacido antes de la muerte de Fede, ¿cómo no tenía ni una foto con él? Las cuentas no salían, la boda, el cumpleaños… Todo había sido bastante después de mi nacimiento. Estaba segura de que tenía una explicación, pero me dolía tanto escarbar en esa herida… Cada vez que mi padre abrazaba a mi hermana antes de dormir, cada vez que pedía unas horas en el trabajo para ver a mi hermano jugar a fútbol, eran una demostración de que ellos y yo no éramos lo mismo para él.

No sé si por miedo a que, al saber que yo lo sabía, dejase de disimular y me dijese que no me quería, o por miedo a que mis hermanos sufrieran, pero el caso es que nunca más quise indagar sobre el tem. Hasta que, con 20 años, comencé los preparativos para casarme. Joven, si, pero muy enamorada. Obviamente mi padre odiaba a mi novio, no esperaba otra cosa. El caso es que al solicitar la partida de nacimiento… Algo había pasado, no era un caso común de madre soltera y posterior adopción. Mis apellidos habían sido tachados dos veces. Los primeros no se podían distinguir pero, bajo el tachón del segundo intento, se veían claramente los apellidos de mi madre.

Fui a casa de mis padres con las invitaciones de boda. Estaban nerviosos por verlas, pero el papel que dejé sobre la mesa los dejó bastante más nerviosos. Tuvieron mucho que explicar, sobre todo por qué toda la familia lo sabía menos mis hermanos y yo. No me quisieron decir quien era mi verdadero padre ni por qué aparece totalmente tachado su nombre, sólo que ella se quedó sola y que mi padre me quiso como suya. Yo, al fin, rebelé todo el sufrimiento por sentirme inferior a sus ojos, el dolor de pensar que no me quería… Pero él confesó que esto le hizo siempre preocuparse más por mi, quererme de un modo especial y por eso fue siempre tan duro conmigo.

Me contó que cuando lo conocí le sonreí y le llamé papá al momento, que no pudo irse jamás lejos. Ahora que ya se sabía casi toda la verdad había menos tensión en el aire y el cariño pudo aflorar. Hoy, con 28, veo a mis hijos en brazos de su abuelo, felices, discutiendo sobre cual se parece más a él, pero yo les explico (de forma dulce y suave) que no tienen los mismos genes. Todos hemos aprendido que es más fácil ir siempre con la verdad.