La primera vez que me enamoré fue con mis 16 recién cumplidos. Digo la primera vez ahora, que en su época ni habría pensado que volvería a pasar. Por aquellos momentos el hombre con el que tenías algo sería el que estaría toda tu vida a tu lado y en tu corazón, incluso después de su muerte. Los amores para siempre. Pero justamente me fui a enamorar de quién no quería limitar su vida a una sola mujer, pero consiguió engatusarme, tener sexo conmigo de manera ocasional con promesas que luego no cumplía y a las pocas semanas desapareció de mi vida para ir en busca de otra chica.

Me dejó el corazón roto, pero un hijo en mis entrañas que obviamente tuve. Un aborto hace unos años no era tan viable. 

Intenté buscarle para darle la noticia pero me ignoró en varias ocasiones y negó que el niño fuese suyo. En mi familia la noticia fue mal encajada y me encerraron en casa sin salir absolutamente nada hasta que tuve al bebé. Mientras, mis hermanos mayores fueron a por el futuro padre de mi hijo para amenazarle y se hiciera responsable de su paternidad.

Más de dos años costó, que a las malas y a las peores, el que fue el único hombre de mi vida llegase a formar un hogar conmigo. Un hogar en ruinas.

Mi marido se casó conmigo completamente obligado por mi familia. Y después, «muchas horas» de trabajo a lo largo del día, muchos reproches y muy poco amor. Unas cuantas mujeres de por medio, otras tantas de las que no quise enterarme. Ponerme una venda para que dejase de dolerme. Y centrarme en mis hijos, tener que superar la muerte del primero de ellos, pasar por un infierno sola. Pero mis otros dos hijos me dieron nietos, me empezaron a dar una familia que me daba amor y me distraía de la triste realidad de mi casa. Hubo un punto en que pensé que era normal y que me quería a su manera, que todos los matrimonios en realidad pasaban por la misma situación que el mío. Al menos no me pegaba, me acababa consolando.

Cuando los años empezaron a pasar por nosotros, los abusos del tabaco y la mala vida empezaron a notarse en la salud de mi marido, que fue rompiéndose poco a poco y muy lenta y dolorosamente. Diez años de cuidados y absoluta dedicación en cuerpo y alma para no separarme de su lado, para darle lo que (pensaba) merecía. Sacrifiqué mi salud incluso al notar un bulto en el pecho y callar porque él sólo quería y permitía que le cuidase yo, y decidí no afrontar un cáncer que sabía que si no trataba a tiempo acabaría conmigo.

Hoy día, asumo que hubo un punto que callé porque deseaba estar muerta, que necesitaba que mi enfermedad me llevase consigo antes que seguir en esa situación. Pero la vida me ha dado una salud de hierro, o creo que simplemente se te acaba devolviendo las cosas buenas que haces. 

Un día mi hija me ayudó a vestir a su desgastado padre y olvidándome de mí me cambié la blusa delante suya, viéndome por tanto el bulto y tomando cartas en el asunto. Mis hijos empezaron a cuidarnos a los dos y yo fui operada y posteriormente empecé la radioterapia. Las probabilidades de supervivencia eran bajas pero aquí me encuentro aún, lo peleé lo suficiente para tirar adelante. Y cuando me recuperé volvió mi infierno de cuidados, cuando realmente necesitaba que me siguiesen cuidando a mí.

El COVID llegó en mi 85 cumpleaños, y tal y como vino se llevó a mi esposo consigo. Pena y descanso, una paz triste. Pensar que lo que era el «amor» se acabó para mí, prepararme para terminar el resto de mi vida sola. Y como quería acabar sola y no dar los mismos problemas de atención a mis hijos decidí ingresar en una residencia. Necesitaba cuidados y era consciente. Y quizá también rodearme de más personas que hubieran pasado lo mismo que yo, personas que pudiesen hablar conmigo y compartir yo con ellas. Y así entró él en mi vida…

 

(Continuará)

 

Relato escrito por una colaboradora basado en una historia REAL gracias a la historia de una nieta.