Tengo cincuenta y tantos, estoy divorcia y soy madre de tres hombres adultos que hacen su vida alegremente. Desde que me separé empecé a disfrutar de la vida, ya que viví muchos años atada a un hombre alcohólico que me maltrataba. Aguanté por lo “típico”: los niños y la falta de independencia económica. Ah, y el miedo. Mucho miedo a las represalias.

Tardé más de lo que me gustaría reconocer en separarme. Ya cuando mis chicos estaban criados y fuera de casa, di el paso. Encontré la fuerza tanto para afrontar las posibles consecuencias de mis intenciones como para buscar trabajo después de haber sido ama de casa durante tantos años. Salió bien, no sin discusiones, gritos y amenazas, pero salió bien. Y comencé a vivir.

Yo, que no había conocido a otro hombre, descubrí un mundo de posibilidades. Más jóvenes, más viejos, más de uno… Me lo pasé genial y era feliz llegando a una casa vacía, en la que no necesitaba relleno. Estuve varios años “dando tumbos” muy satisfactorios y, de repente, me volví a enamorar. No entraba en mis planes, lo juro, pero sucedió.

Yo era soltera; él, casado

Al principio no fui conocedora de su estado civil. Él parecía estar 100 % disponible para mí. Me dedicaba tanto tiempo que hasta nos permitíamos pequeñas escapadas de fin de semana que afianzaron aún más nuestra relación y mi amor por él. Cuando me enteré que estaba casado, ya era tarde para mí. En ese punto de ceguera, era capaz de creerme cualquier mentira y de aceptar cualquier excusa. Me aseguró que su matrimonio era una farsa, que solo se mantenía por la criatura que tenía en común con su mujer. Empaticé. ¿Quién era yo para poner en duda una situación tan familiar para mí?

Seguí viéndole, quedando y haciendo planes juntos. Muchos de ellos empezaban por la frase: “Desde que te divorcies…”; pero pasaban los meses y no se divorciaba. Ni siquiera hablaba de una separación temporal ni tampoco de una relación abierta. Él seguía yendo a dormir a casa, con su mujer, pasando fiestas importantes con ellos y viajando en vacaciones. Pese a todo, yo seguía colada por sus huesos.

Descubrí que no era la primera: ni la última ni la única

Me dejó sola en Nochevieja. Semanas antes me había prometido comenzar el año juntos. “Nuestro año”, aseguro; pero… “Debo estar con mi hijo”, me dijo. Lo entendí, pero yo lo había priorizado. Rechacé planes con mi familia por pasar la noche con él y él volvió corriendo al lado de los suyos. Lo entendía, pero me dolía. Hice por alejarme. No quería volver a sufrir. Él me cameló con otra escapada. Nieve, cabaña, chimenea… Era un cuento de hadas que no quería parar de fotografiar con el móvil; él, en cambio, tuvo un comportamiento extraño con su teléfono. Mientras dormía (mal, muy mal, terrible, lo sé), miré ese teléfono que tanto se empeñaba en esconder.

 

Se me partió el corazón. Una cosa es saber que el hombre del que estás enamorada está “atrapado” en un matrimonio infeliz y otra muy diferente ver que tiene hasta a cuatro tías a la retaguardia. Cuatro conté, pero quizá son más. ¿Y por qué sé que esas cuatro sí? Por las conversaciones calenturientas que leí. Corazones, besos…, fotos. Fue asqueroso, doloroso.

Me callé con él, pero no con la mujer

El resto del viaje mantuve la boca cerrada. No dije nada al respecto. Dibujé una falsa sonrisa en mi cara e intenté disfrutar de las eternas horas antes de regresar casa. A la mía, a la vacía y a la que agradecí que lo estuviese. Pensé en cómo proceder: vengarme, pasar por alto, perdonar o distanciarme sin más. Me atormentaba marcharme y dejarle vía libre con las otras cuatro; también, por primera vez, pensé en esa mujer engañada. Tarde para tirar de sororidad, incluso podría tacharse de egoísmo y venganza. No lo sé, pero así lo hice.

Encontré a su mujer por Facebook y le escribí una parrafada que llevaba por bandera mi amor por su marido y mi gran decepción al encontrarle más como yo en su vida. Le envié pruebas en forma de mensaje e imágenes y le pedí perdón.

Ella aceptó el perdón, pero de su marido. Han pasado varios meses y están juntos. Quizá ella también está con él por su hijo o puede ser que haya llegado a tolerar la infidelidad. No lo sé tampoco, pero a mí el karma me hizo pagar con creces mi “amor prohibido”; aunque, insisto, sigo agradeciendo volver a mi casa vacía.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.