Hacía mucho tiempo que no hablaba con mi abuela. Ella no tenía buena relación con mi madre y, después de la muerte de mi abuelo, terminaron distanciándose. Esas cosas pasan. Después de eso, no quiso saber nada de mí. La llamé en alguna ocasión, pero cada vez que hablábamos, la conversación solo giraba en torno a sus problemas con mi madre y llegó un momento en el que le dije que eso tenía que parar. Desde entonces, no volvió a cogerme el teléfono.

A pesar de todo aquello, yo la quería. No era perfecta, nadie lo es, y aunque al final nuestra relación fue insostenible, no podía olvidar cómo se había encargado de mí cuando era pequeña, mientras mi madre trabajaba. Recordaba cómo jugábamos en el salón o cómo me llevaba de paseo al parque. Hay recuerdos que son imborrables, que hacen que tengamos una imagen idealizada de ciertas personas, que pase lo que pase las recordemos con amor. Por eso, cuando me enteré de que había muerto, me derrumbé. Hacía varios años que no sabía de ella, ni siquiera me enteré de que estuviese enferma. No pude hacer las paces con mi abuela y ya era demasiado tarde.

El día de su entierro fue muy triste. Quizás hacía sol, pero para mí el cielo estaba nublado. Volví a mi pueblo después de muchos años y en el cementerio me di cuenta de que había mucha gente que no conocía. Nadie lloraba, pero no me molestó. El hecho de que hubiesen ido a acompañar a mi abuela en su último viaje me reconfortó. Pensé que había estado rodeada de gente que la quería.

Pero la cosa no era del todo así.

Cuando terminó la ceremonia, un grupo de personas me estaba esperando. Yo pensé que alguna de ellas me habría reconocido y que irían a darme el pésame. Pero no era eso, no. La primera en acercarse fue una mujer de unos sesenta años. Me preguntó a bocajarro si era la nieta de la fallecida para decirme, sin darme tiempo a contestar, que mi abuela le debía dinero, que le debía dinero a todas las personas que estaban allí.

Me quedé de piedra. No sabía qué estaba pasando. Estaba en shock por la muerte de mi abuela y aquella revelación me pareció una broma macabra.

La gente empezó a acercarse a mí y a hablar cada vez más fuerte. Se pisaban unos a otros. Todos querían decirme lo que mi abuela les había hecho y el dinero que les debía. Insistían en que yo tenía que devolvérselo y que debía dejarles ir al piso de mi abuela a recuperar lo que era suyo.

Estaba confusa y sentí miedo. Me deshice de aquella turba enfurecida y salí corriendo. No conseguía entender qué estaba pasando. Mi abuela tenía una buena paga y sabía de buena tinta que su economía había sido buena toda su vida. Entonces, ¿a qué había venido aquello?

Aquel día no supe reaccionar. Me fui al hotel que había reservado para pasar la noche y estuve llorando hasta que me quedé dormida, agotada por las sensaciones de aquel día.

Por la mañana, y con los nervios a flor de piel, fui al barrio donde vivió mi abuela. Conocía a una vecina que siempre había sido amiga de la familia. Quería saber la verdad. Quería entender qué había pasado y por qué aquellas personas habían acusado a mi abuela poco más que de haberles robado.

Pero la verdad que me esperaba era mucho peor de lo que me habría podido imaginar. Aquella vecina me contó que mi abuela, tras pelearse con mi madre, había convencido a todo el mundo de que la había abandonado. Que no tenía paga ni dinero y que sobrevivía gracias a la caridad de algunas instituciones. Fue casa por casa, vecino por vecino, llorando y contando su historia. Muchos de ellos, después de conocernos de toda la vida, sintieron lástima por ella y empezaron a dejarle dinero. Primero para comer, luego para la luz, el agua… Con el tiempo, se inventó una operación con la que sacó unos buenos cuartos a muchas personas.

Yo escuchaba a la vecina, sabía que me contaba la verdad, pero no me lo podía creer. Mi abuela siempre había sido un poco pesetera. Le obsesionaba el dinero. Curiosamente, en lugar de gastarlo y vivir bien, iba con ropa vieja y comía lo más barato del mercado. Yo siempre le decía que la vida era para vivirla y que no le serviría de nada ser la más rica del cementerio. Pero, al parecer, no solo no me hizo caso, sino que su obsesión por el dinero creció hasta tal punto de estafar a todo el que estaba a su alrededor.

No lograba comprenderlo, no conseguía asimilarlo. La vecina me dijo que vivió de forma miserable los últimos años de su vida, pero que, según sabían por una asistente que la cuidó cuando ya estaba muy enferma, tenía una cuenta bancaria bastante abultada. A aquella chica le había prometido poner el piso, que tenía en propiedad, a su nombre si la cuidaba, y tampoco había cumplido.

Jamás en mi vida pensé que me enfrentaría a una situación así. Ahora hay decenas de personas persiguiéndome, llamándome y escribiendo en mis redes sociales. Todos me exigen que salde su deuda. No hay recibos, no hay pruebas más que las palabras de estas personas y el baile de cantidades que cada día me dicen que les debo.

He hablado con un abogado porque no sé qué hacer. Cómo resarcir el daño que hizo mi abuela a cada uno, cómo actuar para hacerlo bien. Y mientras busco una solución, sigo viviendo el acoso de estas personas que no entienden de razones. Y sí, en mi memoria sigo teniendo a la mujer que me abrazaba por las noches cuando tenía miedo y que me preparaba bizcochos, pero ahora no puedo borrar de mi mente la imagen de ella que sus últimos actos han creado. Ojalá no hubiese ido nunca a aquel entierro. Ojalá pudiese recordarla como aquella mujer buena y dulce que ahora dudo que fuese alguna vez.

 

Escrito por Lulú Gala basado en una historia ajena.