He llegado a un punto en el que no sé qué he podido hacer mal. Lo digo ahora, quizás ya tarde para solucionarlo, pero siempre he pensado que para entender el por qué de las cosas lo mejor es analizarlas desde el principio, desde la raíz. ¿Qué puede haber de nuevo en que una mujer diga que es feminista? De inicio nada, entre otras cosas porque por todos es sabido que el feminismo es el único camino. En mi caso defiendo esa férrea idea de igualdad desde hace muchos años, a mis 45 he vivido situaciones prácticamente surrealistas nacidas de ese sentimiento mío tan reivindicativo. Incluso antes de que las Marchas de la Mujer tomaran tanta importancia, en otros años en los que el machismo era lo único que se podía masticar en cada casa.

De hecho, mis ideas me llevaron muchas veces a discutir con mis padres, con mis abuelos o incluso a verme entre la espada y la pared en mi época de estudiante. Resultó que un profesor mío en la universidad decidió hacer un comentario jocoso sobre mi escote y lo único que le solicité fue una disculpa pública. Él alegó que si vestía con escote yo misma estaba pidiendo a gritos unos buenos comentarios sobre mis tetas. Me fui de aquella clase y no volví a entrar jamás. Esa asignatura tuve que aprobarla en otro centro en señal de queja por aquel hombre asqueroso. Mis padres, por descontado, me llamaron de todo y hasta llegaron a amenazarme con dejarme sin estudios si yo no empezaba a comportarme. Sí, eran otros tiempos, pero si las cosas han cambiado un poco es evidente que es gracias al feminismo, y no a otra cosa.

Ahora que podéis entender mi nivel de compromiso con este movimiento, también podréis haceros a la idea de lo que estoy pasando como mujer y sobre todo como madre. Tuve a mi primer hijo con 26 años y por circunstancias de la vida me tocó criarlo a mí sola. Trabajando como una jabata y procurando siempre valerme por mí misma sin depender de nadie. Mi hijo Roi se convirtió en la luz de mis ojos y en todo mi mundo. Me preocupé porque fuese mi compañero, mi amigo, que en mí viese ya no solo a una madre sino a una persona en la que confiar para toda la vida. Y las cosas funcionaron prácticamente a pedir de boca hasta que Roi comenzó en el instituto.

hijo

Por aquel entonces yo ya había empezado a trabajar como abogada para una gran empresa, y me organizaba para que mi hijo pudiera contar siempre conmigo. No me apetecía ni un poco ser de ese tipo de madres que le dan toda la independencia a sus pequeños y de vez en cuando se encuentran en casa. Mi plan era cenar cada noche con Roi, contarnos cómo nos había ido el día, hablar sobre nuestras cosas y pasar un rato juntos. Incluso algunas tardes en las que él no tenía actividades y yo salía pronto del trabajo quedábamos para hacer juntos la compra o salir a dar un paseo aunque fuera entre semana.

Claro que Roi fue creciendo, haciendo nuevas amistades y entrando de lleno en la adolescencia. Nuestras cenas en familia se convirtieron en ‘hoy tengo que chapar a muerte, me llevo la cena a la habitación‘, ‘hoy no me esperes que he quedado con un colega‘ y todo por el estilo. Yo también fui adolescente, y marcando unos límites de horarios y de responsabilidades, comprendí que lo que le ocurría a Roi era completamente normal.

Al menos hasta ese día en el que lo escuché hablar por teléfono con un amigo. Sin yo quererlo pasé por delante de su cuarto y lo único que pude oír fue ‘es que esa tipa está cojonuda, dicen que es una puta de narices, que se los folla a todos…‘. Mi cerebro quiso desconectar de tantas barbaridades que Roi estaba soltando por la boca, así que me dirigí al baño para pensar en cómo atajar el tema sin que mi hijo se me echara a la yugular por escuchar cuando no debía. Era evidente que tenía que hacer algo, no solo por su forma de expresarse sino por esa manera tan asquerosa de denigrar a una mujer. Roi tenía entonces 15 años, podría estar a tiempo de actuar.

El problema fue que las cosas no funcionaron. Esa noche mientras cenábamos en el más absoluto silencio opté por preguntarle con quién hablaba aquella tarde. Con muy pocas ganas me dijo que con su mejor amigo, y lo único que le comenté fue que quizás era el momento de respetar un poco más a las mujeres. Que al fin y al cabo es normal decir que una tía está buena, pero que no se puede considerar puta a una chica solo porque se acueste con este o con aquel, además de que la vida sexual de los demás a nosotros no tiene por qué incumbirnos.

Roi se cabreó de tal manera por mi propuesta que se levantó dejándome con la palabra en la boca y lo único que me pidió fue que me dejara de mierdas de feminazi. Aquella palabra, en mi casa, contra mí, por parte de mi hijo ¿cómo no lo podía haber visto venir? Me levanté enfurecida tras de él y decidí un plan de choque. Le dije que ese fin de semana no hiciera planes, que juntos íbamos a ver todo lo que esas ‘feminazis’ habían hecho por la sociedad, que igual así entendería de qué va todo este tema.

hijo

Fue en vano por completo. Roi se tomó mi plan como el peor de los castigos, se mantuvo todo el sábado en sus trece, conversando conmigo pero rebatiéndome con machismos y machiruladas todo aquello que yo aportaba en forma de vídeos, imágenes o relatos históricos. Él me escuchaba, sí, pero también se veía que sus ideas en contra del feminismo iban mucho más allá que el puro desconocimiento. No era que Roi no comprendiese el movimiento feminista, sino que directamente estaba en contra de él porque según su punto de vista la sociedad siempre ha estado regida por hombres y las cosas nos han ido bien así ¿para qué cambiarlo?

Me quedé a cuadros, le pregunté de dónde había sacado todas aquellas ideas, y lo único que me dijo fue que igual que yo me he informado sobre las feminazis todo este tiempo él también ha estudiado historia. Me pidió que dejara de intentar meterle mis ideas en la cabeza y allí me quedé yo, con unas ganas de llorar horribles, pensando en que no reconocía a ese niño que había criado con tanto cariño. Ese Roi que de pequeño me decía aquello de ¡chicas al poder! o que me abrazaba diciéndome que yo era una súper-mamá.

Él era libre de tener sus propias ideas, pero no aquellas. ¿Cómo podía permitir a mi hijo apoyar de aquella manera el patriarcado? De alguna manera intenté encontrar el camino para que comprendiese que detrás de las decisiones de muchos hombres en la historia se encontraban mujeres increíbles que fueron las auténticas protagonistas. Él se reía y me decía que si yo dormía más tranquila pensando así, mejor para mí.

Quise saber con quién se movía, hablaba con sus amigos cuando venían a casa o intentaba saber más sobre sus planes, pero no veía nada raro más allá de unos chicos de buenas familias y que parecían no meterse con nadie. Tuvo su primera novia, me la presentó y me pareció una chica encantadora. Lo dejaron a los pocos meses después de una sonada discusión telefónica que tuve el no-placer de escuchar. Mi hijo continuaba madurando con sus ideas, discutiendo delante de la televisión cuando ponían las noticias y se hablaba sobre feminismo o sobre algo que tuviese que ver con la violencia machista. Poco a poco las cosas me empezaron a apestar a partido político y lo di todo por perdido.

Mi hijo tiene hoy 19 años, estudia derecho, como yo hice en mi época, y poco o nada quiere saber de mis ideas feministas. Lo sigo queriendo muchísimo, es mi hijo y lo adoro, pero no estamos en absoluto cortados por el mismo patrón. No es que haya tirado la toalla pero veo que no tengo nada que hacer para que lo comprenda. Quizás la propia vida, cuando salga al mercado laboral y tenga que lidiar con ciertos aspectos, pueda entender el por qué de mis preocupaciones y reivindicaciones. Ahora, por el momento, lo que tengo es esto.

 

Anónimo

Fotografía de portada

 

Envía tus vivencias a [email protected]