Despedirse. Decir adiós. Cerrar una etapa. Archivar y guardar en la memoria del corazón, para después mirar con los catalejos del recuerdo, lo que fuiste con ese alguien, lo que fue contigo, lo que fuisteis. Decir adiós con las ganas de que eso sea un sueño, con la esperanza de que no sea definitivo, con la realidad de que sí lo es. 

Renunciar a unos ojos donde te viste en todos los tiempos, desde el primer rayo de sol que os reconoció, hasta el ocaso que os ha despedido; a unas manos que entrelazadas formaron un “nosotros”, al abrigo de un pecho que en algún momento llamaste hogar, a una sonrisa que te hizo cosquillas en el alma, a unos labios que fueron las escaleras, el pasaporte al paraíso, a todo ese otro, que te acompañó en el latir de los días. Que fue, que ojalá hubiese sido, que ya no es. Que ya no quiere ser. 

Renunciar. Y no es fácil, dejar marchar a todo eso que juraste eterno, que ahora es efímero, que ahora se va, con la intensidad con la que comenzó; que ahora se despide, que ahora te obliga a despedir, que ahora te exige que pagues el precio,  la otra cara que también tiene el amor : el desamor. Y su compañera, la soledad. 

Y solo queda, aceptar, dar gracias,abrazarte a ti. Cerrar el capítulo, abrir el duelo, y seguir tras el punto y aparte ; escribiendo en el folio en blanco de la vida una vez más, cómo si nunca te hubiesen roto, cómo si nunca te hubieses roto.

Almudena