Cuando pensamos en una persona (habitualmente una mujer) con un Trastorno de la Conducta Alimentaria (TCA), probablemente nos viene a la mente una adolescente con infrapeso a la que se le marcan todos los huesos, que se niega a comer, o que va al baño a vomitar después de cada comida (o quizá ambas cosas), que se mueve sin parar y hace todo el deporte que puede para quemar calorías, rebelde y en constante lucha con sus cuidadores (padres, profesores, médicos, etc.).
A mí me costó un poquito darme cuenta de que tenía un problema, a pesar de los comentarios preocupados de alguna amiga, a pesar del sufrimiento que sentía, a pesar de conductas extrañas con la comida y con mi cuerpo (y con el de los demás), precisamente porque no cumplía ninguno de esos criterios. Yo tenía 29 años, un peso médicamente normal conseguido después de 3 años de dura dieta controlada por una endocrina, me estaban ascendiendo en el trabajo, iba al gimnasio tres veces por semana, y era una chica cumplidora, sociable, agradable y formal.
Era una muchacha aparentemente de lo más “normal” y la mayoría de mis comportamientos eran “normales”, es decir, cumplían la norma, lo que socialmente se nos dice que deberíamos hacer. ¿Qué mujer no se pone a dieta, qué mujer no va al gimnasio, qué mujer no se esfuerza en “corregir” las imperfecciones de su físico? ¿Qué mujer no pretende ser perfecta para poder ser amada?
Toda mi vida había arrastrado el sentimiento de ser diferente a los demás, de que había algo en mí que no era bueno o suficiente. También desde muy pequeña recuerdo la obsesión por mi peso alrededor de mí, aunque en realidad nunca estuve gorda. Viendo fotos, era una niña normal, pelín rellenita si acaso, pero de ningún modo gorda. Supongo que mi madre y mis abuelas perseguían sus propios demonios, o por lo menos recuerdo a mi madre haciendo comentarios peyorativos sobre su propio cuerpo, o sobre el cuerpo y el peso de otras mujeres. Creo que esa bola transgeneracional se fue engrosando (nunca mejor dicho) de abuelos a padres a hijos hasta que me explotó a mí en la cara, y de algún modo tuve que expiar este tema para romper así con esa carga en mi estirpe familiar.
De algún modo, ese “algo” malo que yo pensaba que había en mí quedó asociado a la gordura. Porque a mi alrededor veía constantemente que estar gordo estaba “mal”, y para una niña era más fácil de identificar algo que era físico y aparente que algo que era emocional.
A los veintipocos años tuve una relación de maltrato, que soporté porque estaba convencida de que nadie más podía quererme. A lo largo de toda mi vida me acosté con muchos hombres a los que no les importaba (y que desde luego no me importaban a mí) en un absurdo y desesperado intento por demostrar que si podía ligar valía algo, que si alguien se dignaba a tocarme estaba más cerca de ser aceptable y más cerca de que alguien me quisiera, aunque fuera sólo durante un rato y para un fin egoísta y muy concreto. Después me sentía sola, vacía y triste.
Con 26 años pesaba más de 100 kilos. Fui a una endocrina y empecé una dieta que me llevó a perder 40 kilos. Me recetó medicamentos varios, uno de los cuales eliminaba la sensación de hambre (tiempo después fue retirado del mercado por ser peligroso para la salud). Ahí algo hizo “clic” en mi cerebro. Empecé a sentirme poderosa y fuerte por poder vivir sin ser esclava del “asqueroso vicio” de comer. De ahí pasé a hacer dietas proteicas súper restrictivas, apenas comía 700 calorías al día. Ya me había obsesionado, mi vida giraba en torno a mi peso y mi aspecto físico. Solo podía pensar en lo perfecta que sería cuando llegara a mi peso meta, y lo maravillosa que sería mi vida entonces: gustaría a los hombres, mis padres estarían orgullosos de mí, sería la chica perfecta y adecuada. Pero cada vez me marcaba un peso meta más y más bajo, y aun cuando casi llegué a los 60 kilos (me faltaron dos kilos que me supusieron una amarga derrota) y tenía una talla 38-40 seguía viendo mi cuerpo deforme e imperfecto: barriga demasiado hinchada, grasita en el interior de los muslos, pechos caídos,… al punto de querer operarme de todo eso, incluído aumento de labios (y no es que los tenga finos). Por suerte, nunca llegué a pasar por el quirófano, aunque sí me gasté 600€ en un tratamiento reductor y remodelador que NO ME HIZO NADA. ¿Y sabéis porqué no me quejé? Porque pensé que la culpa era mía, que lo estaba haciendo mal, que no tenía derecho a reclamar nada porque era una gorda fracasada.
Salía mucho, conocía a mucha gente nueva, iba a fiestas, ligaba más que nunca… pero por dentro me sentía vacía, me faltaba algo y no sabía lo que era.
Muchas noches, en la soledad de mi casa, yo comía. Comía con las manos, con la nevera abierta, con ansiedad. Comía cualquier cosa, a ser posible todo lo que prohíben las dietas, hasta que me sentía “llena” y me tumbaba en el sofá y se apoderaba de mí una especie de somnolencia que me hacía olvidarlo todo. Y al día siguiente me sentía horrible, e intentaba compensarlo yendo al gimnasio, saltándome alguna comida, comiendo muy poco… y por encima de todo ME SENTÍA CULPABLE. Culpable de no estar delgada, culpable de no tener una férrea voluntad que me impidiera lanzarme a comer.
Me despertaba cada mañana tocándome las costillas y el hueso de la pelvis, intentando comprobar si se marcaban un poco más que el día anterior. Me levantaba y me pesaba, y según lo que decía la báscula me sentía orgullosa o profundamente fracasada. Me pasaba el día mirándome en todos los espejos, cristales y superficies reflectantes con las que me cruzaba (que a lo largo del día son muchas, os lo aseguro). Me preparaba mis batidos dietéticos y hacía listas con los alimentos que me prohibía y que algún día, cuando fuera delgada y perfecta, podría volver a comer. Después, por la noche, llegaba a casa y cuando ya estaba sola, a salvo y escondida del mundo, me pegaba los atracones. Era un momento extraño, en que me sentía libre para poder hacer lo que quisiera (comer lo que quisiera) y a la vez esclava de un impulso que me desagradaba pero no podía controlar. Iba al gimnasio casi todos los días, y cuando tenía fuerzas hacía dos clases seguidas, para quemar más grasa, para marcar más mis músculos. Observaba y juzgaba los cuerpos de los demás por la calle, en el autobús, en el supermercado. Dividía el mundo entre “gordos” y “normales”, y estaba convencida de que la raíz de la felicidad se encontraba en la delgadez. Cuando veía a una mujer delgada, aunque supiera que su padre acababa de morir, o que se había quedado sin trabajo, o que le habían detectado una enfermedad incurable, en mi interior pensaba “sí, pero no tienes problemas de verdad: estás delgada”. Delante del espejo, me imaginaba cogiendo un cuchillo y cortando los pedazos de mi cuerpo que “sobraban”. Como he dicho, mi existencia giraba en torno al peso, a la comida y al aspecto físico. TODO tenía que ver con estar gordo o estar delgado: lo que pasara en el trabajo, las relaciones con mis amigos y con mis padres, mi lugar en la sociedad… La preocupación por mi aspecto era como una neblina que penetraba todos los aspectos de mi vida, aunque aparentemente no tuvieran nada que ver con el físico. Era agotador.
Lo peor de todo era lo mal que me sentía conmigo misma. Observaba, troceaba, analizaba y juzgaba mi cuerpo todo el tiempo: me sentía incorrecta, inadecuada, indigna de amor. Me horrorizaba pensar que otro ser humano pudiera ver mi cuerpo desnudo en una situación de intimidad, mucho menos tocarlo. Así que me pasé más de 2 años y medio sin ningún tipo de contacto sexual o romántico. ¿Cómo puede proporcionarte placer algo que te avergüenza? Sin embargo, me sentía muy sola y anhelaba tener pareja, querer y que me quisieran.
Sentía que no podía contarle a nadie lo que me estaba pasando, porque era vergonzoso, y porque me sentía culpable de no ser capaz de ser “normal”.
Hasta que un día después de comerme una bolsa de palomitas y una tableta de chocolate vomité. Vomité porque no soportaba la idea de que ese momento de descontrol incontrolable arruinara todos mis esfuerzos por ser delgada (y por tanto hacer lo correcto, ser “buena”, encajar en la sociedad, y ser digna de que los demás me quisieran y me respetaran). Solamente vomité esa vez, pero fue suficiente. Fue mi salvación, porque ahí se me hizo evidente que tenía un problema y que necesitaba buscar ayuda.
Tuve mucha suerte y fui a parar a un centro especializado en TCA con una psicóloga maravillosa. Estuve en tratamiento unos dos años y medio, primero en grupo y luego individualmente. Descubrí que mis conductas compulsivas con la comida y el cuerpo tenían poco que ver con el físico y mucho que ver con las emociones. Descubrí que comía cuando mis sentimientos me desbordaban, cuando la niña interior gritaba que necesitaba algo (necesidades sobretodo emocionales), pero yo no sabía escuchar esos gritos que venían de dentro de mí.
Trabajamos en romper esa imagen de mi “yo perfecto” que me había creado y quería alcanzar a cualquier precio, y en desmontar mi creencia de que sólo podía ser amada si era “perfecta”. Trabajamos en ese sentimiento de inferioridad que arrastraba desde la infancia sin ser muy consciente de ello, lo que me permitió construir, por primera vez en mi vida, una autoestima sana. Trabajamos en volver a conocer y escuchar mis sentimientos. Trabajamos en normalizar mi relación con la comida para dejar de “tapar” con la obsesión por el peso otras cuestiones que me preocupaban o me hacían sentir mal. Trabajamos en mis necesidades. Trabajamos tanto y tan duro que me curé.
Recuerdo una relajación guiada que hice en la terapia junto a un grupo de chicas enfermas como yo, donde se nos sugería que nos convirtiéramos mentalmente en un pájaro que vuela libre por el cielo, y se posa en un claro del bosque y se siente bien allí, siente que está en su sitio, que no es juzgado, que es libre. Empecé a llorar y no pude parar en toda la hora siguiente, hice 4 ó 5 ejercicios más llorando. Porque ni recordaba el tiempo que hacía que no me había dado permiso a mí misma para sentirme aceptada, querida, a gusto, tranquila.
Si tú has puesto una barrera delante de ti, creyendo que no eres digna de recibir amor, aunque otras personas te lo den, no te llega. Y es un pez que se muerde la cola y se retroalimenta a sí mismo: no te llega, y por tanto, corroboras que no eres digna de él. Y el meollo de la cuestión es que cuando te pasa eso, justamente amor es lo que más necesitas.
La creencia popular es que los TCA son solo “lo que se ve”, la obsesión por el peso y la comida. Pero eso es solo la punta del iceberg. Con la comida y con el control del cuerpo “tapas” situaciones y sentimientos que te duelen y no sabes cómo gestionar. La respuesta más fácil, como ya dije, se encuentra en el exterior, y si a tu alrededor recibes día tras día el mensaje de que la “gordura” es lo peor que te puede pasar… ¿cómo no acabar achacándole todos tus males?
A día de hoy, puedo decir que estoy totalmente recuperada de la enfermedad, y que aunque quedan pequeñas secuelas que no sé si se irán algún día (por ejemplo, cuando me siento ansiosa o triste, todavía aparece el impulso de ir a la nevera) sé cómo sobrellevarlas y no me causan malestar. En el proceso de curación engordé muchos kilos, casi todos los que había perdido antes. Pero ahora me acepto y me quiero tal como soy, gorda. Pensaba que para triunfar y conseguir mis objetivos tenía que estar delgada, porque esa era la apariencia de los ganadores. Sin embargo, me volvieron a ascender en el trabajo, y empecé a estudiar una carrera, psicología precisamente, que es a lo que siempre quise dedicarme. Pensaba que para que los demás me vieran como alguien digna de respeto y afecto tenía que estar delgada. Pero la realidad es que tenía que ser yo misma la que me quisiera y respetara, la realidad es que mi familia y mis amigos me quieren y me respetan, lo han hecho siempre, sólo que ahora soy capaz de sentirlo y recibirlo (¡y de darlo yo también!). Pensaba que para que un hombre me quisiera tenía que estar delgada. La realidad es que para encontrar a un hombre que me quiera solo necesitaba ser yo misma, con una talla 40 o con una talla 50. Conocí a un chico hace año y medio, y estamos viviendo juntos. Cuando estuve a gusto conmigo misma y con mi soledad apareció un hombre maravilloso que me quiere tal como soy. Ya sé que estáis hartas de leerlo… ¡pero es que fue así!
Vuelvo a estar gorda, pero me siento mejor que nunca conmigo misma.
Para terminar, tengo que decir que cuando empezaron mis conductas anormales con la comida consulté con una psicóloga que le quitó importancia y me dijo que no creía que tuviera un problema. También iba regularmente a una endocrina a la que nunca le extrañó que perdiera y ganara más de 15 kilos en intervalos de 2-3 meses de forma repetida y que quisiera operarme diversas partes de mi cuerpo. Por último, cuando ya me sentía muy mal conmigo misma (y en realidad ya mostraba los primeros síntomas de enfermedad) estuve unos 6 meses en terapia con una psicóloga que tampoco supo diagnosticar lo que me pasaba.
Con esto quiero decir que a veces, sea por falta de conocimientos o por falta de ética, hay profesionales que no pueden ayudarnos. Aún hay que romper muchas ideas preconcebidas, dejar de encumbrar a los profesionales de la salud como dioses omnisapientes (porque son humanos y se equivocan), y sobretodo confiar en nuestro instinto más profundo, que nos dice cuando algo no anda bien.
Sé que muchas de las que estamos aquí hemos tenido una mala relación con nuestro cuerpo y nuestro peso y que eso ha condicionado nuestras vidas desde pequeñas hasta el día de hoy. En mi caso, y a largo plazo, la enfermedad fue positiva porque me ha llevado a realizar un profundo trabajo personal que me ha permitido volver a conectar conmigo misma y reformular aspectos de mi vida y de mi psique que me estaban causando dolor desde hacía años.
Según he podido entender, un TCA se elabora así: hay varios factores implicados, algunos de tipo personal, y otros de tipo psicosocial. En las personas que desarrollamos este tipo de trastornos se suelen juntar una serie de rasgos: perfeccionismo; auto exigencia; autoestima baja (esto significa que la persona no siente que tenga valor por sí misma, por tanto tiene que darse ese valor a través de elementos externos, por lo que su bienestar siempre depende de la imagen que le devuelven otros (sus padres, su pareja, sus amigos, la sociedad, un espejo…); desconexión de las propias emociones (se ha llegado a un punto en que, por extraño que parezca, uno no sabe reconocer cómo se siente); necesidad de control por inseguridad y falta de confianza (por ejemplo, los números en una báscula son cuantificables y controlables); situaciones familiares o infantiles emocionalmente difíciles que no hemos sabido cómo gestionar; etc. Por otro lado, está el componente social: vivimos en una sociedad que nos enseña a obedecer y encajar, en vez de mirar hacia nuestro interior (primero a los padres, luego a los maestros, luego a los amigos, luego al estado y sus instituciones, luego a los jefes, etc.) y penaliza con la exclusión todo lo que se atreve a desafiar sus normas. Una sociedad gordofóbica, obsesionada por la delgadez, que sataniza la grasa. Una sociedad que tiene a la ciencia (y más concretamente a la medicina) como religión y cree a pies juntillas todo lo que sus representantes digan, sin tener en cuenta que la ciencia no es independiente de los intereses económicos (y la gordofobia reporta muchos ingresos, como bien sabemos.).
He entendido que la obsesión social por la delgadez y la costumbre de valorarnos desde una mirada externa nos enferma a todos un poco.
“Aquellos que no aprenden nada de los hechos desagradables de su vida fuerzan a la consciencia cósmica a que los reproduzca tantas veces como sea necesario para aprender lo que enseña el drama de lo sucedido. Lo que niegas te somete; lo que aceptas te transforma.”
C. G. Jung.