Casi desde que di a luz supe que mi hija sería una mujer de armas tomar. Lo noté yo y lo percibieron cada una de las personas que nos acompañaban aquella noche en el quirófano. Ella lloraba como todo bebé recién nacido, pero su llanto, el tono de su voz, era como algo mucho más punzante de lo habitual. Tenía genio, era así, y según fueron pasando los años ese carácter se convirtió en una picardía que se salia de cualquier estadística.

Realmente os cuento todo esto porque de esta manera comprenderéis mucho mejor este dramamá. Bien podríamos llamarlo así o sencillamente putada o ‘qué jodienda de cría‘. Cada niño es un mundo, esa es la verdad, pero a mí me ha tocado criar a una de esas que cuando yo estoy yendo ella ya ha vuelto cuatro veces por lo menos.

Veréis, mi hija Daniela cumplió el año pasado nueve años. Hasta entonces en Navidad todo había sido una completa normalidad de ilusión, felicidad e incluso llantos al ver a Papá Noel en el centro comercial. Su padre y yo mimábamos cada detalle para que nada cambiase, al fin y al cabo sabes que un buen día esa magia desaparecerá y a nosotros nos gustaba un montón ver su cara de alucine al despertarse cada 25 de diciembre.

Como os digo todo iba dentro de lo habitual. Daniela estaba ya de vacaciones y nos dedicamos a hacer los típicos planes pre-navideños que tanto disfrutábamos: un chocolate con churros en el centro, un paseo para ver las luces, ir a hacer una visita a Papá Noel para darle la carta… Yo para seros totalmente sincera estaba ya con la mosca detrás de la oreja y un par de veces tanteé a mi hija por si ya había algún atisbo de duda sobre toda la historia navideña. Ella se mantenía en sus trece ‘¿qué pasa mamá? Papá Noel es Papá Noel y es el que trae los regalos a casa de los niños‘.

Pero aquella tarde algo cambió. Mientras esperábamos nuestro turno para saludar a Santa Claus Daniela se giró y me dijo que había decidido hacer una copia de la carta para que yo también la tuviera. Aquello me olió a cuerno quemado y le pregunté los motivos y simplemente dijo no haberse quedado muy conforme con los regalos del pasado año y que temía que aquel buzón del centro comercial no funcionase como debía.

En serio lo digo, si aquella historia hubiera salido de cualquier otro niño no me la hubiese creído, pero siendo mi Daniela la artífice no lo dudé ni un segundo. Es que tenía clarísimo que ella estaba segura de que si algún regalo había faltado en las pasadas navidades todo era culpa del maldito buzón elfo. Me la podía imaginar los once meses posteriores queriendo quemar ese buzón.

Tomé la carta y la guardé mientras veía como ella, con su ilusión habitual, le contaba a Papá Noel lo buenísima que había sido y lo bien que le había ido en el colegio. Era cierto, aquel curso estaba siendo redondo para ella, sus notas no habían bajado de un 9 y tenía claro que se merecía sino todos, casi todos los regalos de su lista.

Ella siempre había sido muy comedida con la carta de Navidad. Dividía con esmero unos regalos para el 25 y otros para el Día de Reyes, y sabía perfectamente que había límites que no podía superar. Por ejemplo, una muñeca llorona sí, un viaje a Disney, ni de broma. Yo sabía cual era el regalo estrella de aquel año y ya lo tenía a buen recaudo desde hacía algunas semanas. Pero entonces, una vez en casa, decidí abrir la carta que me había dejado Daniela y me quedé boquiabierta.

‘Querído Papá Noel,

sé que no hace falta que te cuente lo buena que he sido porque tú ya me has visto y además hemos hablado en persona. Este año necesito pedirte algunos regalos más que el año pasado:

  • Quiero un patinete eléctrico con luces de colores.
  • Quiero un bebé reborn de los que comen y hacen pis y caca.
  • También quiero el muñeco del tigre de Furreal que habla.
  • La Nintendo Switch con un juego el que tú quieras.
  • Y por favor por favor quiero un hermanito.

Te quiero Papá Noel.’

Os la he traducido un poco porque es evidente que la gramática de una niña de nueve años da todavía algunos coletazos, pero en resumen sus deseos eran esos y para las que no lo sepáis, ninguno bajaba de cien euros. Bueno, y alguno que otro no tenía precio…

Nunca he sido una madre consentidora ni materialista. Pero también sabía que mi hija estaba en una edad en la que al menos con algo tenía que contentarla. De entrada la había cagado porque ese regalo con el que mi marido y yo esperábamos triunfar no estaba ni en la lista. Ella se emocionaba cada vez que veía el anuncio en televisión, pero visto lo visto eran minucias en comparación con lo que de verdad quería.

Pensaréis que menudos problemas de mierda, que tu hija escriba una carta a Papá Noel súper cara e inasumible pero al final hay ocasiones que solo se dan una vez en la vida, y si nosotros de alguna manera podíamos aunque fuera regalarle uno solo de esos juegos, así iba a ser. Así que cuando pude me acerqué a Daniela con toda la intención de hacerle entender que ese año tampoco iba a poder tachar todos los regalos de la lista. Ella me escuchaba con suma atención y para cuando lancé la pregunta tenía la respuesta más que clara.

Si tuvieras que elegir uno solo de esos juguetes de la carta, ¿cuál sería?

El hermanito, por supuesto‘.

Tragué saliva fuerte intentando que entendiese primero, que un hermano no era un juguete, y segundo que aquello no era solo cosa de desearlo con mucha fuerza. Y tras un largo discurso en el que ella no me quitó ojo de encima, su única respuesta fue un ‘vale‘ muy desalentador.

No estaba comprendiendo a mi hija, o es que a ella todo empezaba a darle igual y ahora era yo la que estaba triste por ir contra la magia de la Navidad. Llamé a mi marido y le conté mis preocupaciones, él también me dejó hablar largo y tendido hasta que terminé y solo pudo añadir un ‘cómprale el patinete‘ muy tajante.

Era día 23 de diciembre, casi las siete de la tarde, y os puedo prometer que no tenía ni la menor idea de dónde comprar un patinete eléctrico con luces de colores. Pero tras veinte tiendas y colas interminables conseguí uno al módico precio de 200 euros. Llegué a valorar el intentar quedarme embarazada de forma espress porque sabía que Daniela se subiría a aquel patín tres veces y se cansaría de ir rodando por el mundo, eran los 200 euros más tirados de mi vida. Pero como una zombie consumista me dejé llevar por la fila hasta la caja y allí apoquiné sin querer ni pensarlo.

Estaba bien, mi pequeña tendría uno de sus regalazos (junto con otro que igual no valoraría tanto), y las navidades serían felices y todos comeríamos… chopped, porque sería lo que habría durante muchos meses.

Y llegó la esperada noche. Cena en casa de los abuelitos, villancicos con las primas, turrones y polvorones hasta reventar y ya para casa que el gordito va a llegar y hay que estar descansados. Recuerdo colocar la caja del patinete junto al árbol e imaginarme la cara de alegría de Daniela al abrirlo. Aquella noche fui yo la que di un millón de vueltas en la cama por la ansiedad de que llegase el momento de abrir los paquetes. Incluso tuve la impresión de que escuchaba algún ruido en el salón. Hasta que al fin sonó el despertador y fui directa al cuarto de mi hija para que empezase el día.

Teníamos por costumbre no entrar en la sala hasta que los tres estamos listos con nuestras batas y nuestra taza de chocolate en la mano. Abrí la puerta emocionada y… allí no había ni un solo regalo. Ni el primero, de los cinco que yo misma había colocado bajo las ramas de aquel abeto de pega, ni una marca. Lo único que quedaba allí eran los restos de ramitas verdes del árbol y un sobre blanco decorado con algo así como dos kilos de purpurina.

Daniela se mantenía callada y mi marido solo decía que no entendía nada. Yo agarré el sobre y lo abrí mirando a mi hija que entonces esbozaba una sonrisa orgullosa que no me gustaba ni un pelo.

‘Queridos Papá y Mamá,

iba a esperar a que vinieran los reyes para deciros esto pero no quiero ser mala. El otro día en el cole Diana me contó que Papá Noel no existe, ni los reyes magos, ni el ratoncito Pérez. Ahora ya sé que todo este tiempo me habéis mentido porque pensabais que era divertido pero no me gusta que me mientan. No estoy enfadada con vosotros pero aun no entiendo que los padres mientan a sus hijos para hacerles regalos. Si me queréis regalar algo no hace falta inventarse nada.

Este año no quiero regalos y lo de la carta del otro día era todo broma. Lo voy a esconder todo hasta que me expliquéis todo.

Besos.’

Por supuesto, he vuelto a transcribiros la carta.

Miré a mi marido y creo que los dos tuvimos las mismas ganas de llorar de la pena. No entendía muy bien si aquello era una lección que mi hija de nueve años me estaba dando o una tomadura de pelo también de mi hija de nueve años. Vamos, que no tenía nada claro si era una genialidad o una putada. En ningún momento de mi maternidad había estado tan perdida.

Como pudimos intentamos que nuestra hija se diese cuenta que lo que nosotros habíamos hecho no era mentirle, sino no quitarle esa ilusión tan bonita por la magia de la Navidad. Ella continuaba segura de que no teníamos mala intención pero que la habíamos tratado como una tonta todos esos años. Para cuando parecía que habíamos llegado a un consenso sobre lo malos padres que éramos y lo mal que nos parecía que hubiese escondido los regalos ya habían pasado casi dos horas y nuestros chocolates eran piedras negras que no había quien bebiese.

Aunque no estaba del todo convencida Daniela tuvo a bien devolvernos un pedacito de Navidad y esa misma mañana sacó de debajo de su cama los cinco paquetes que nos correspondían. Le pregunté si querría abrir los suyos pero tuvo claro que no, que podía devolverlos a la tienda o regalárselos a otra persona porque no tenía ningún interés en nada.

Yo sabía que el patinete era una patraña que no le gustaba, pero algo me decía que aquel primer regalo que con tanto cariño había comprado, ese le encantaría. Casi tuve que rogarle para que se animase a abrir el paquete y el ver su cara de amor total por aquel juguete inesperado me hizo olvidar en parte el mal trago que acabábamos de pasar. Porque en su abrazo y en su agradecimiento sentí que era feliz porque ese regalo se lo había hecho yo, que era yo quien sabía que le encantaba aquel anuncio, ningún Papá Noel ni ningún ser mágico.

Entonces entendí por qué se había sentido engañada y debo confesar que lloré un poco mientras todavía me daba aquel tierno abrazo. Al final en la crianza aprenderemos mucho más nosotras de ellos, ser niño no es fácil y Daniela aquella mañana nos lo demostró con hechos.

Fotografía de portada