Todas aquí sabemos que la adolescencia es muy complicada. De un modo u otro todas recordamos esa etapa como un momento difícil, donde nos sentimos como unas incomprendidas, cuando parece que todo va en nuestra cuenta y que por mucho que hagamos, no vamos a poder con todo ello. La adolescencia es una etapa dura, en muchos casos infravalorada, que todas hemos sufrido y que se continúa señalando como la época de la exageración y del egoísmo cuando en la mayoría de las ocasiones es el período en el que más perdidas nos hemos visto.
Mi hija Lola – aunque su nombre sea otro – cumplió este año los 14 años. Siempre ha sido una niña muy tímida pero eso no significa en absoluto que sea aburrida o seria. Siempre he dicho que Lola tiene un mundo interior magnífico. Es una artista, de esas personas a las que se le dan bien todo tipo de artes: toca la guitarra desde bien pequeña, dibuja casi sin despeinarse y es una excelente bailarina. De esas chicas que pasan horas y horas encerradas en su cuarto siempre entretenida, creando lo que se le venga a la cabeza ya sea un poema o un nuevo cuadro para decorar las paredes de su habituación.
La adolescencia de Lola no ha sido tampoco un camino de rosas. Cuando empezó en primero de ESO tuvimos que mudarnos de ciudad y eso lo complicó todo bastante. Cuando ya tenía su grupo de amigas formado, justo en el momento de entrar en el instituto… Os juro que pensé que necesitaríamos ayuda para que Lola consiguiese hacerse con tantos cambios, pero para nuestra sorpresa y satisfacción a los pocos días de empezar el curso nos contó muy feliz que ya tenía un grupo de amigas estupendas.
Veía como mi hija empezaba a ser feliz dentro de la completa normalidad de una adolescente de su edad. En casa teníamos las discusiones habituales de madre e hija, empezó a luchar un poco con el tema de los estudios y a pedirme que por favor dejase de inmiscuirme en su ajetreada vida. Nada nuevo en líneas generales aunque para mí, como madre primeriza en eso de lidiar con las hormonas adolescentes, se hizo un poco cuesta arriba. Mi marido en muchas ocasiones prefería dejar el río fluir, escuchando a Lola gritar por cualquier detalle que se interpusiera en sus planes, haciendo un teatro dramático de absolutamente todo.
Respiramos hondo y decidimos pensar que la adolescencia es esto: intensidad, genio y figura, drama, mucho drama.
Y este año las cosas en el instituto parecieron empezar como de costumbre. Lola estaba ya en segundo de ESO y su grupo de amigos estaba más que afianzado. Sus notas del curso anterior habían sido buenas y sabíamos que dentro de esa montaña rusa de sentimientos las cosas no estaban yendo mal en absoluto. Lo que sucedió entonces fue que algunas semanas después de empezar el instituto empezamos a notar a nuestra hija muy cambiada. Sus malas contestaciones se convirtieron en abrazos y mimos, canturreaba por la casa cosa que antes ni se le ocurría hacer y, la mayor de las alarmas, sus notas empezaron a caer estrepitosamente.
Lola se pasaba horas y horas dentro de su habitación pero estaba claro que lo que no estaba haciendo era estudiar precisamente. Cuando nos traía los exámenes para firmar veíamos aprobados raspados o incluso suspensos en asignaturas en las que nunca había tenido problema. A mediados de la primera evaluación mi marido y yo vimos conveniente reunirnos con su tutor aunque a nuestra hija esa idea no pareció gustarle en absoluto. Explotó encolerizada diciéndonos que no había necesidad, que el curso era más difícil y que no teníamos que preocuparnos tanto. Me obcequé en mi idea inicial como madre, tenía que hablar con aquel nuevo profesor recién llegado al instituto que ahora era el tutor de mi hija para así saber cómo solucionar esa caída de sus notas. Lola nos gritó tanto que terminó castigada en su cuarto como hacía tiempo no la castigábamos, y mientras tanto la escuchábamos maldecirnos por meternos en algo que no nos importaba.
Preocupados llamamos al centro para fijar la visita con aquel profesor y al día siguiente nos dirigimos al instituto. Pedro – que por supuesto no es su nombre real – nos recibió en el aula. Un chico joven, alto, guapo y muy amable. El típico muchacho que te entra por el ojo y que te conquista. Eso mismo, el chico del que yo podría haberme enamorado siendo una adolescente. El profesor del que, sin lugar a dudas, mi hija pudo haberse prendado desde el minuto uno del curso. Pedro nos contó que Lola pasaba demasiado tiempo ensimismada durante las clases. Él les daba matemáticas y física, dos de las materias en las que mi hija había bajado más las notas. Estuvimos hablando durante un buen rato, esperando que entre todos pudiésemos conseguir que Lola volviese a ser la de siempre. Yo sabía cuál era la cuestión, conocía demasiado a mi hija y necesitaba hablar con ella cuanto antes.
Al llegar a casa Lola estaba tumbada en su cama escuchando música. Entré en su habitación y le pedí que hablásemos un rato. En cuanto mencioné a Pedro su cara se iluminó muchísimo y yo ya no tuve dudas. Intenté sacar el tema del amor, esperando que fuese ella la que se lanzase a confesar que estaba prendadísima de aquel chico y que sabía que esa idea no le estaba haciendo ningún bien. No tuve éxito ninguno y solo conseguía gruñidos y silencios por su parte. Ya cansada decidí decirle directamente que sabía que estaba pillada por su profesor y Lola me miró como si estuviese loca, sin saber qué responder.
Tras un grito ahogado me dijo que yo no tenía ni idea de nada y que Pedro más que su profesor era su amigo. Me parecía perfecto aquel concepto del tutor colega, pero necesitaba que Lola viese que un chico de 27 años no era nada más que eso, un profesor con el que llevarse bien y nada más. Mi hija se enfado tantísimo conmigo que terminó echándome de la habitación repitiéndome una vez más que yo no lo sabía todo y que no me volviera a meter en su relación con Pedro. SU RELACIÓN CON PEDRO, cuidado con esto.
Estuve varios días muy preocupada por el hecho de que Lola realmente viese en su profesor una potencial relación sentimental. De pronto ella misma se vio libre de llegar cada día a casa y contar que si Pedro esto, Pedro lo otro. De hecho, si yo no hubiese conocido a aquel profesor os juro que hubiera estado muy preocupada por el tipo de relación que supuestamente se traía aquel chico con mi hija. Nada más lejos de la realidad, yo sabía perfectamente que en la cabeza de mi hija un mero acercamiento de profesor simpático era suficiente para crearse una película de amor y unicornios. Sabía que tarde o temprano caería de la ensoñación y volvería a la tierra, yo tan solo pedía que fuese rápido e indoloro.
Y la bomba cayó justo después de las navidades, a los pocos días de volver de las vacaciones. Todos esos días sin clase fueron como una medicina para Lola. De alguna forma el no ver a Pedro parecía sentarle muy bien, volvía a hacer sus cosas de adolescente, a querer quedar con sus amigas, a leer sentada en su butaca preferida. Al menos esa fue la imagen que dio y lo que no nos esperábamos era lo que llegaría justo después.
Tan solo habían pasado cinco días desde la vuelta a clase cuando vi entrar a Lola llorando a lágrima viva por la puerta de casa. Se encerró en su habitación y yo la escuchaba gimotear sin parar. Llamé varias veces a la puerta sin saber muy bien qué hacer, ella no me respondía solo lloraba sin parar y repetía palabras como ‘soy una idiota, qué tonta he sido‘. Yo hilé un poco todo e imaginé que algo podía haber ocurrido y mientras esperaba a que Lola se decidiese a abrir la puerta sonó el teléfono de casa.
Al otro lado del auricular escuché la voz de su profesor, sonaba preocupado y me preguntaba si Lola había llegado ya a casa. Solo le dije que sí y esperé que me diese una explicación a todo lo que estaba pasando. Pedro me explicó que aquella mañana mi hija le había llevado un regalo, una bufanda muy bonita que le había dado durante el recreo, y junto con la bufanda le había dado también una postal. Después del recreo él había leído la nota y era una declaración de amor en toda regla donde mi hija le decía que ella sabía que él también estaba enamorado y que algún día podrían estar juntos. Él me dijo que no sabía muy bien de dónde había podido sacar Lola todo eso, pero que en todo caso lo había hablado con la dirección del centro y que a última hora de la mañana se habían reunido con ella para aclarar lo ocurrido.
Obviamente a Lola aquella reunión no la había llevado nada bien, y en cuanto pudo abandonó el instituto muerta de la vergüenza y de la pena. Le dije que quizás una reunión con el director no había sido la mejor de las ideas, aunque hubiesen tratado el tema con delicadeza, ya que mi hija es una persona especial en lo que a sentimientos se refiere. Comprendí que protocolariamente era lo que tocaba, pero también entendía que Lola no quisiese volver a salir de su habitación nunca más.
Hicieron falta dos horas hasta que mi hija se decidió a dejarme entrar, y sin hablar nos mantuvimos abrazadas un buen rato. Solo quería que supiera que la entendía perfectamente, que a veces el amor es así de jodido y que la adolescencia en ocasiones nos ciega tanto que nos hace creer cosas que no son. Para cuando todo se tranquilizó un poco Lola me confirmó mis miedos, se negaba a volver al instituto. No podría aguantar ir a las clases de Pedro nunca más, verlo pasar por los pasillos o sentir que sus compañeros se reían de ella por pardilla. Entendí que necesitase tiempo y le brindé todo mi apoyo si necesitaba de mí para reunirnos con su tutor o simplemente hablar de nuevo las cosas.
Poco a poco Lola fue regresando a la normalidad, aunque tuvieron que pasar muchas semanas hasta que la vi brillar de nuevo. Por suerte aquella historia no había llegado a oídos de los alumnos, apenas dos de sus amigas sabían lo que había pasado y fueron realmente leales y no contaron nada a nadie. Pedro supo encauzar la situación tratando a mi hija con total naturalidad, olvidando lo ocurrido por completo.
Fueron días muy complicados, en los que temí que mi hija no supiera hacer frente a sentimientos tan intensos y duros en tan poco tiempo. De alguna manera nos demostró que está preparada para afrontarlo, que se convertirá en una chica madura y estupenda. O quizás aunque no sepamos verlo, de alguna manera ya lo es.