Que tu hijo sea más autoritario que tu propio padre no es un buen plan. 

Tengo dos hijos, pero el pequeño es un pequeño dictador en potencia. Autoritario, mandón, controlador y sobreprotector. 

Soy una mamá joven que lo habla todo con ellos, les intento hacer razonar y no les impongo normas. Nunca les he pegado y mantengo que el diálogo es la mejor manera de llegar a un acuerdo, pero estoy empezando a pensar que debería cambiar de estrategia.

Mi hijo pequeño lleva unos meses que me trata como si yo fuera una inconsciente y no deja de ridiculizarme delante de mis amigos. Cuando hay un evento o cualquier otro tipo de celebración, me somete  a un tercer grado.

‘¿Tienes pensado beber hoy? Yo no lo haría porque luego debes conducir’

‘¿No crees que ya son horas de que nos vayamos? Mañana es lunes, tú trabajas y nosotros tenemos colegio’

‘¿Con quién has quedado para cenar? Esas amiguitas tuyas no me hacen nada de gracia’

Estos son algunos de los ejemplos que estoy viviendo sin parar últimamente. El colofón vino este último fin de semana, cuando estábamos en un cumpleaños y dijo delante de todo el mundo: ¿Ya estás bebiendo otra vez, mamá? Llevas por lo menos dos cervezas, creo que ya lo tienes bien por hoy’.

Quien no me conozca pensará que tengo un problema con el alcohol, que soy una adicta que maltrata a sus hijos y que el pobre está traumatizado por mi comportamiento, pero ni mucho menos. Con ocho años ha decidido que puede imponer su moral sobre mí y se ha convertido en el policía a favor de la ley seca. 

He intentado hablar con él para decirle que soy lo suficientemente madura y mayor como para tomar mis propias decisiones, pero me mira con cara de poco convencido y sigue juzgándome en silencio.

Ha llegado a tirar al wáter cervezas y vino que estaba en la nevera para evitar que cayera en la tentación. 

No sé qué hacer con él. Me he planteado llevarle al psicólogo porque, igual, ha visto algo en la tele que le ha hecho pensar que puede perjudicarme y por eso me está protegiendo constantemente.

Ahora bien, a Dios pongo por testigo que el día que yo le vea con una copa o venga a casa con una chispita de alegría porque se ha hecho más de un cubata, se acordará de mí. 

 

Anónimo