Te levantas por la mañana, enciendes / pones los datos / quitas el ‘modo avión’ o el modo ‘no molestar’ del móvil. 4 notificaciones de Instagram, 2 de Facebook, 1 de Linkedin y 3 chats de whatsapp. Ninguno es de él. Maldita sea, ya no empiezas la mañana a gusto. Sales de la ducha, te secas el pelo, desayunas, miras las notificaciones, le das like a 27 actualizaciones de estado y nuevas fotos de perfil y pones corazones en Instagram a diestro y siniestro, a amigos, a conocidos, a famosos y a gente random a la que sigues, que para eso está Instagram, no? Pasas de whatsapps absurdos de ‘Buenos días a todas las chicas guapas de este chat’ (¿en qué momento me metí yo en este berenjenal de los chats de la familia?), de los de ‘Venga chicas, todas a currar’ (vaya por dios, gracias por recordármelo hija de…). Pero el único whatsapp que quieres recibir no llega. A las 11.00 de la mañana llevas ya 3 horas obsesionada con la última conexión, con el doble check azul, con el hecho de que esté ‘en línea’ y esté escribiendo a otra persona que no eres tú. Te obsesionas hasta el punto de ir al baño con el móvil, de reiniciar el teléfono, de preguntarte si A. Pasa de ti. B. Se ha dejado el móvil en casa. C. Se ha muerto. Y suplicas fuertecito porque sea la B…

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Nop, no te ha escrito. Exactamente igual que hace 5 minutos…

Me voy a poner un poco en plan Abuela Cebolleta, pero lo cierto es que recuerdo, no sin cierta añoranza, aquellos tiempos en los que nos despertábamos con el móvil apagado y no lo encendíamos hasta bien entrada la mañana. No había redes sociales, no había notificaciones que leer, si acaso un sms de ‘Buenas noches preciosa’ que te habían enviado cuando ya te habías ido a la cama y por el que el chico en cuestión había pagado 0,15 céntimos. Eso era amor y no los besos con corazón del whatsapp…

Notitas de amor en papel entre compañeros de clase, una llamada perdida cuando salía algo en la tele que te recordaba a él, cintas de casette con vuestras canciones. Ir a recogerte a la puerta de casa, usar el telefonillo para decir ‘Ya estoy aquí, baja’, saberse de memoria el teléfono fijo de tu novio y tus mejores amigas y llamar, hablar, mantener conversaciones importantes durante horas, o hacer una llamada rápida para quedar y hablar las cosas en persona. Los ‘Te quiero’ en persona valían mucho más, y los ‘Te dejo’ también. Eran más valientes, más duros, más reales. Ahora son todo emoticonos, videos enviados por whatsapp que, al menos yo, borro sin mirar, mensajes de buenas noches y buenos días que podrían ser de cualquiera, para cualquiera. Ahora las rupturas son whatsapps que dicen que ‘Quizá deberíamos terminar lo nuestro’ y que probablemente son enviados sin pensarlo bien, sin meditarlo, quizá sentados en el wc o viendo ‘Master chef’ por la tele, como quien lee un artículo del 20 Minutos o pasea por Pinterest en busca de inspiración. Tienen el mismo valor que esos ‘Ey guapa, ¿qué haces esta noche?’ recibidos un sábado de madrugada…

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Ajá…

Nos escondemos detrás de una pantalla para todo. Para criticar lo que no nos gusta en redes sociales, para escribir cosas de manera anónima y no mostrar nuestros sentimientos, para decir ‘Te quiero’ o para contestar con evasivas cuando nos lo dicen y no es correspondido. Para terminar pseudo-relaciones con las que no queremos seguir, para hacernos los locos y no contestar a un mensaje, para fingir que no nos duele lo que nos dicen. O lo que nos dejan de decir. Para que nadie vea que nos han vuelto a romper el corazón en mil pedazos.

Nos obsesionamos con que nos dejen en visto, con la última conexión del chico de turno, con las visualizaciones de los Stories de Instagram (¿pero a quién se le ocurrió inventar eso?). Nos preguntamos si nuestro móvil funciona, si se ha vuelto a caer whatsapp, si es necesario que reiniciemos porque ‘no es normal’ que nadie nos escriba. Nos extraña que lo último que hemos compartido en Facebook no tenga los likes que esperábamos, que esa foto de Instagram en la que estamos tan guapas no haya recibido más corazones o que nadie conteste al plan que propusiste ayer en el chat de amigas de whatsapp. Cotilleamos los perfiles de Facebook, Instagram y Twitter de la gente sin miramientos, los de ‘él’ y los de esa chica que sale en sus fotos. Nos inventamos la vida de los demás porque no es suficiente lo que nos muestran, queremos más, tenemos ansias de saber, ¿qué ha hecho este fin de semana?, ¿con quién ha estado?, ¿por qué no ha subido fotos de sus vacaciones?, ¿por qué no ha subido nada a redes sociales en 5 días? No nos planteamos que esa persona lo que está haciendo es vivir…

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Y es que muchos de nosotros nos hemos olvidado de vivir como antes, de hablar las cosas a la cara, de leer las noticias en papel, de disfrutar de un artículo sin necesidad de opinar sobre él. De sentir las páginas de las revistas, del olor a nuevo de los libros recién comprados, de vivir la vida sin prisas, sin últimas conexiones, sin necesitar los mensajes de otros para que mejore nuestro día. Nos hemos olvidado de pasear sin rumbo, sin gps, de perdernos por las calles, de caminar mirando hacia arriba en vez de mirando hacia abajo. Nos hemos olvidado de grabar canciones de amor. Nos hemos olvidado de querer de verdad, de querer a la cara, de llorar delante de los demás todo aquello que nos duele. De mostrar nuestros sentimientos, de sentir, de disfrutar lo que tenemos. Nos hemos olvidado de vivir nuestra vida por nosotros, para nosotros, sin pensar en los demás.