Ay, pero qué mono que era este chico…

Cuando nos conocimos e iniciamos una relación después de un tiempo de tonteo mutuo, no me podía creer que fuera tan maravilloso. Atento, romántico, detallista, sensible, comunicativo, abierto…

Era la primera vez que encontraba a un hombre que necesitase compartir tanto sus sentimientos, expresarse e interesarse de esa manera por mí y por mi mundo interior.

Sentía que no tenía ojos para nadie más, que estaba totalmente volcado en mí y en nuestra relación. Que no existía una mujer más querida y deseada en el mundo como yo.

 

 

Despacito, poquito a poco, fuimos conectando. La intimidad emocional entre nosotros era cada vez mayor y mis deseos eran materializar todos esos sentimientos mediante el sexo.  Ambos nos sentíamos mutuamente muy atraídos a nivel físico y eso se notaba en cada uno de nuestros encuentros. Había pasión y deseo por su parte, eso era innegable. Nos poníamos como motos y experimentábamos disfrutando al 100% casi hasta el final… y en ese “casi” está el quid de la cuestión y de esta historia:

Después de un increíble rato de juegos y preliminares, en los que yo solía acabar en orgasmo incluso más de una vez, cuando intentábamos ir mas allá (avanzar hasta la penetración e incluso satisfacerle solo a él mediante sexo oral o masturbación) no se le levantaba.

Sí, amigas, aquello estaba más muerto que Menorca en invierno…

Él lo intentaba con todas sus fuerzas y yo además le veía frustrarse, más por su propia imagen y por sus deseos de satisfacerme plenamente que por otra cosa. Pero aunque lo intentamos una y otra vez, no había manera. Ni el primer día ni los sucesivos.

Era como un bucle sin final porque cuanto más se rallaba, más se bloqueaba, claro.

 

 

Él estaba agobiado y desde el primer momento me contó que, aunque se excitaba, lo que le ocurría era normal para él, a pesar de frustrarle. Que lo había intentado para comprobar si por algún casual la cosa había cambiado, pero no: no conseguía la erección, no solo si no estaba enamorado, sino si no estaba convencido de que la mujer con la que estaba también estaba completamente implicada en la relación, si no sentía una seguridad absoluta en pareja.

Aquella confesión fue de algún modo impactante para mí. Primero, porque nunca había conocido a un chico así. Segundo, porque teóricamente ya bebíamos los vientos el uno por el otro y yo pensaba… «si no sientes ahora que estamos lo suficientemente enamorados, ¿cuándo lo vas a sentir?»

 

 

También llegué a sospechar, dadas mis nefastas experiencias anteriores con el género masculino, que tuviese algún tipo de disfunción sexual o que hubiera algo detrás que me estuviera ocultando.

Afortunadamente, hice caso omiso a esos malos pensamientos puntuales para entregarme completamente a confiar en él y en su palabra, y a disfrutar del proceso que estábamos viviendo tal y como nos tocaba vivirlo. Tampoco me costó demasiado porque ya os digo que era un chico y también un amante 10 a pesar de todo esto.

Tan feliz me sentía con él que llegué a decirle que sería capaz incluso de renunciar con todo el amor del mundo al sexo con penetración si aquello se convirtiese en algo permanente (mientras me sintiese tan segura de sus sentimientos hacia mí como me sentía). Que no tenía por qué preocuparse, que dejásemos fluir y esperar a que todo llegase por sí solo.

 

 

Y así fue. Cuando menos lo esperábamos, ya como pareja muy consolidada, aquello empezó a funcionar y… ¡de qué manera!

Os puedo asegurar que valió la pena la espera y que mi paciencia y comprensión fue premiada con creces, porque pasó de ser un amante 10 sin picha a un amante 100.000 con ella.

Tiempo después, descubrimos el concepto de demisexualidad y se alegró mucho de poder ponerle nombre y saber que había otras muchas personas como él. Llegó incluso a ser capaz de hablar públicamente de su orientación sexual si surgía el tema, cosa que antes le hubiera acomplejado muchísimo.

Dejó de sentirse «diferente». Y aunque me hacía feliz que por fin lo viviera así, a mí siempre me había encantado cómo era y por eso, para mí seguiría siendo «mi bichito raro».