Es Navidad. No solo se ve en las calles iluminadas, también se oye, se respira y se siente en el ambiente general. Pero entre los villancicos cantados a todo pulmón, los turrones ocupando todo el espacio de la despensa de la abuela y las comidas familiares, hay un lugar exclusivo y oculto que se mantiene al margen de todo esto. Como si se hubiesen olvidado de encender la iluminación allí. Hablo del club de los corazones solitarios.
Si este club fuera un lugar físico real, probablemente el cartel de la fachada estaría adornado con rosas llenas de espinas, porque el lema de sus miembros es que en la vida todo lo bonito o bueno es sufrimiento en potencia. Una vez dentro, un camarero te serviría un gin tonic con expresión apática y te conduciría hasta un chéster vintage donde te sentarías con otros miembros del club a quejarte de la vida. El ambiente estaría cargado de frases como “esta vida es un asco”,“la gente es muy cruel” y “hoy en día no se puede creer en nada ni en nadie” que saldrían de bocas de personas que en el fondo no quieren creer en ellas. Pero eso da igual, porque hay una especie de placer algo masoquista en regodearse en la miseria. Ya lo decía el rapero Lytos en una de sus canciones: “es extraño, pero el pesimismo es adictivo”.
Y esto no solo pasa en Navidad, aunque parece que en estas fechas se ve un poco más, igual porque hay mucha más luz en las calles. El club de los corazones solitarios está activo todo el año y se apoya en una especie de actitud vital derrotista basada en personas que se declaran “de vuelta en esto de la vida”. Son personas que ya saben lo que pasa (o eso creen), que ya lo han vivido, que cuando la vida va, ellos vuelven. Te dicen que la vida es así, cruel, injusta y que la ley de Murphy, esa que dice que si hay una sola posibilidad de que algo salga mal, saldrá mal, tiene más razón que un santo. Y lo peor de todo es que no te lo dicen con tristeza, te lo dicen como si realmente estuvieran cómodos pensando así. Y es que en cierto modo lo están, porque se han creado su propia zona de confort alrededor de la idea de que si vives sin ilusiones, nada puede decepcionarte y por tanto nada puede hacerte sufrir.
¿Y cómo es que yo sé tanto del tema? Ojalá pudiera decir que en realidad no tengo ni idea y que solo estoy juzgando gratuitamente a estas personas para sentirme mejor conmigo misma, pero la realidad es que mientras redacto este post tengo todavía medio culo sentado en ese chéster vintage y si no llevo el gin tonic en la mano es porque solo son las 10 de la mañana y tengo principios.
He estado en el club de los corazones solitarios y todavía lo visito de vez en cuando. Me he quejado. Mucho. Y he pensado que ya lo sabía todo y que la mejor actitud ante la vida era el pesimismo. Dejar de creer en todo para no volver a llevarte un golpe. No era ser pesimista, era ser realista (esta frase me flipaba y la usaba a todas horas pensando que tenía sentido). Y me atrevería a decir, aunque me dé vergüenza admitirlo, que incluso había detrás una actitud de superioridad moral e intelectual, como si nosotros, los miembros del club entre los que me incluía, supiésemos algo que el resto de mundo todavía no sabía y los mirásemos por encima del hombro pensando: ¡Todavía os queda tanto por aprender! Cuando en realidad éramos nosotros los que no sabíamos nada de nada. Menuda paradoja.
El caso es que siguiendo esta forma de ver la vida, fui asegurando mi sitio en el club día a día soltando a diestro y siniestro frases pretenciosas sobre lo duro e injusto que era todo que ni yo misma entendía (ni creía), viendo películas que romantizaban la soledad y la convertían en una chica misteriosa y súper atractiva que dejaba corazones rotos a su paso e intentando superar todos mis rechazos amorosos y no amorosos convenciéndome a mi misma de que se estaba mejor sola, porque así se sufría menos. Y con esta actitud todavía me sorprendo a mi misma en algunos momentos. Curiosamente, suele ser en esos en los que he bajado la guardia y me han desilusionado. Entonces, me pongo otra vez la armadura y casi inconscientemente vuelve a sonar el mismo discurso de siempre en mi cabeza: “No te creas nada, no creas a nadie y sobre todo no te hagas demasiadas ilusiones, porque al final siempre terminas chocando contra la cruda realidad.”
Cuando era pequeña creía en todo. Y me refiero a en TODO, así, con mayúsculas. Creía que si entrenabas mucho podías desarrollar súper poderes, que las llaves antiguas de mi abuela podían abrir portales a otros mundos, y que si pedías deseos a las estrellas cerrando muy fuerte los ojos, sí o sí se te cumplían (esto todavía lo creo). Creía tanto que cuando mis padres me contaron lo de Papá Noel y el Ratoncito Pérez en secreto no les creí, porque para mí no tenía ningún sentido pensar que la magia no existía.
No me puedo ni imaginar lo decepcionada que estaría esa niña ahora si viera que en lo que he dejado de creer ahora es en la magia de la vida.
La magia de la vida, aún con todo lo edulcorado que pueda parecer el nombre, existe y está por todas partes. De hecho, en la vida hay tanta magia que a veces abruma y da miedo. Da miedo, por ejemplo, pensar en lo mucho que podemos querer a alguien. Esa vulnerabilidad que sientes cuando miras a tu pareja a los ojos y piensas en perderlo, o cuando una madre mira a su hijo dormir y de repente se le pasa por la cabeza que pueda pasarle algo malo o cuando te sientas a cenar en Nochebuena y piensas si todas las sillas que están este año llenas lo estarán el año que viene. Esa sensación. Esa mezcla de miedo y vulnerabilidad extrema. A veces es tan grande que no sabemos llevarla. No sabemos sentirla. Y nos metemos de cabeza en una espiral de desconexión emocional total, pensando que así vamos a poder esquivar el dolor y quedando irremediablemente aislados de todos y de todo. Tan apartados del mundo real, que ya solo queda un sitio al que ir: ese club de los corazones solitarios, que en realidad podría llamarse “el club de las personas que no supieron sentir, así que decidieron dejar de hacerlo.” Y yo solo puedo repetir lo que decía antes: ¡nos queda tanto por aprender!
Sentir no es fácil. Yo siempre he pensado que en el colegio me sobraron clases de matemáticas y geografía y me faltaron clases de sentir. Lo bueno es que nunca es tarde y que el mundo real es paciente y está dispuesto a esperar a que te decidas a salir a él, en plan madre que se queda despierta toda la noche esperándote y que cuando llegas a casa te echa una bronca y a continuación te da un abrazo gigante. Pues la vida va un poco así, una de cal y otra de arena. Con sus momentos de terror y otros tantos maravillosos, de esos que parece que solo pasan en las pelis navideñas. Y es que “El club de los corazones solitarios” suena como a título de película, pero no me cabe duda de que esta vez la realidad supera la ficción. Atrevámonos a conquistarla sin armaduras.