El detalle que tuvo mi jefe cuando perdí a mis padres en un accidente

 

Perdí a mis padres en un accidente de tráfico hace 5 años. Se fueron de escapada romántica a Andorra para celebrar sus 30 años de casados. No volvieron. Fue una colisión frontal en la C-14. Mamá murió en el acto; papá quiso luchar un poco más y llegó al hospital con vida, pero a las horas se reencontró con mamá.

Yo tenía 24 años y vivía con mis padres en un pequeño piso alquilado en Terrassa. Acababa de entrar a trabajar como comercial de productos de una pequeña granja familiar y no tenía ahorros. Tampoco teníamos familiares cercanos, ya que mis padres procedían de un pequeño pueblo de a las afueras de Murcia. Vivíamos al día, sin grandes lujos y con apenas un par de miles de euros en la cuenta, por lo que me tuve que endeudar para costearles un entierro mínimamente digno.

Me hundí, pero ellos me ayudaron a reflotar

Confieso que la situación me superó. Me hundí. Caí al abismo, me sumergí en la más oscura profundidad. Sentí que el mundo se me venía encima. Me ahogaba. Ante mi situación, no fue difícil conseguir medicación (legal) que me mantenía adormilado y sin ganas de abandonar la cama. Mis jefes me llamaron. Esperaba esa llamada. Llevaba una semana sin acudir a mi puesto de trabajo y me había ganado a pulso el despido. Lo cogí, me preparé para recibir otra mala noticia más, la gota que colmase el vaso y… encontré comprensión, empatía y solidaridad.

Insisto en el concepto “familiar” de la empresa. Una granja, de leche y yogures, regentada por una familia. No me debían nada; es más, apenas me conocían. Me gustaba mi trabajo, me involucraba y di el 100 % hasta el accidente de mis padres. Ahí me desvanecí. Desaparecí. Ellos lo entendieron: me dieron otra oportunidad y se ofrecieron a ayudarme. Me ofrecieron dos opciones: mudarme con ellos a la granja o, al menos, costearme el alquiler del piso para que pudiese sanear mis cuentas y ahorrar.

No me faltó de nada

Me quedé en mi piso por sentir que estaba “saliendo adelante”. Mis jefes me regalaron un perro para que me hiciera compañía que, a día de hoy, es mi hermano amigo. Durante dos años, me pagaron el alquiler del piso, la gasolina del coche y la manutención del perro, incluidos sus gatos veterinarios. Además, comía en la granja a coste cero. Mi sueldo era neto; entraba limpio en mi cuenta para limpiarla de malos recuerdos. En cuanto entré en positivo y me recuperé, les agradecí el gesto y frené sus buenas intenciones.

Les debo todo.

Cuando toqué fondo, ellos fueron los que tiraron de mí hacia arriba con fuerza. Unos desconocidos que han terminado convirtiéndose en mi familia, por los que me desvivo trabajando cada día en la granja. No tengo vida para agradecer el buen trato y el apoyo, no solo económico, sino moral. Creyeron en mí, en mi capacidad de resurgir, en mis actitudes como trabajador y en mi persona.

Ni un solo tío o primo de Murcia me ha preguntado cómo estoy después de haberme quedado huérfano de un día para el otro; en cambio, esta familia me abrazó como uno más.

 

Anónimo

 

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