El día que comimos atún con periquito

 

Desconozco cuál es la correlación lógica entre llegar a la tercera edad y coleccionar pájaros como si no hubiera un mañana, pero por algún motivo, a casi todos los abuelos les da por ahí. Mis abuelos no han sido menos y, a lo largo de los años, han tenido canarios y periquitos a los que han cuidado con mucha entrega… quizá demasiada. 

Hace años, cuando era adolescente, estábamos toda la familia reunida en la casa de la playa de mis abuelos, tradición que se veía coronada por una comida casi a modo banquete, en el que mi abuela preparaba alguno de sus platos estrella. Aquella vez fue atún con tomate, típico de la zona. Mi abuela, como tantas otras, son de esas a las que les ha costado siempre dejarse ayudar y que quería llevar la voz cantante en la cocina y en todo lo que tuviera relación con su casa. Así que no, no nos dejaba echarle una mano, aparte, la cocina de aquella casa es como la puerta chica del Imaginarium: que te crees que cabes, pero no. Uno es multitud. 

En aquella época mi abuelo había rescatado un periquito de la calle, vamos, que se lo encontró perdido y, como nadie lo reclamó, pues se lo quedó, porque pobre criatura cómo iba a sobrevivir into the wild siendo un animalito doméstico. Le tenían mucho cariño al pajarito y, como solían decir, “les hacía mucha compañía”. Ya he dicho que la cocina era pequeña, ¿no? Pues adivinad: nosotros no podíamos entrar a ayudar, pero el periquito SÍ. Bueno, para ayudar no, para soltar cagarrutas a diestro y siniestro por toda la cocina, y plumas y trozos de lechuga pocha (porque yo no entiendo por qué se empañaban en ponerle una hoja de lechuga asomando si luego no se la comía, pero daba igual porque renovaban una hoja pocha por una fresca todos los días). 

Mi abuela consideró una buena idea soltar al pájaro por la cocina para limpiarle la jaula mientras preparaba el atún con tomate. Yo no lo vi, pero ya había presenciado con anterioridad al bicho revolear los papeles de periódico que le ponían en el fondo de la jaula con todo el alpiste momificado, las cagarrutas y las plumas: un manjar. Esa amalgama de restos orgánicos volaba por la cocina mientras mi abuela guisaba el atún en la cazuela. Mi madre y yo, que conocíamos el modus operandi, estuvimos muy tensas durante todo el proceso y, para colmo, no podíamos entrar disimuladamente a remediar un poco el desastre porque nos lo tenía prohibidísimo, no se fuera a escapar el pájaro.

Otorgándole el beneficio de la duda, preparamos la mesa, asomándonos por la cocina siempre que podíamos para hacer un reconocimiento forense de la situación. Más que nada, por saber si íbamos a comer atún con restos orgánicos de otro ser vivo. Aparentemente, todo estaba normal y dedujimos que quizá ese día mi abuela hubiera extremado la precaución de no dejar al periquito a sus anchas.

Comimos y echamos un buen rato. Al acabar, como hacía tanto calor, mi abuelo fue a la terraza a rescatar al periquito y ponerlo en un lugar más fresco. Cuando sacó la jaula yo, que siempre he tenido un olfato ultradesarrollado, percibí un olor extraño. Le dije: “Abuelo, el pájaro huele raro” “No, el pájaro huele normal. Huele a pájaro”. Yo no me quedé conforme y me pegué a la jaula para olisquearlo: ¡el pájaro olía a plato de macarrones! Me entró entre agobio y risa floja. Observé la jaula detenidamente por si se le había derramado algo de tomate a mi abuela mientras cocinaba y encontré, en el fondo, los papeles de periódico con huellecitas de las patas de pájaro de color rojo. Me fijé en sus patitas y… ¡tenía restos de tomate! 

Conclusión: no nos comimos al pájaro, pero bien que se posó en la olla. Aquel día comimos atún con un ligero toque de periquito. 

 

Ele Mandarina