Tengo 35 años y soy musulmana, originaria de Egipto, pero residente en España. Durante más de dos décadas he lucido el hiyab sobre mi cabeza, un tipo de velo islámico que cubre la cabeza y parte del cuello. Estoy casada con un maravilloso hombre español, tengo cuatro hijos y hace apenas un mes decidí prescindir de la prenda. Os aseguro que es lo más difícil que he hecho en mi vida. 

Antes que nada, quiero aclarar que esta ha sido mi experiencia. No es universal. Habrá opiniones para todos los gustos, pero de mi decisión no me gustaría crear un debate entre mujeres. Mi objetivo es hacer un llamamiento a la libertad: si DECIDES llevarlo, ¡estupendo!; si DECIDES no llevarlo, ¡estupendo! 

velo

Cuándo empecé a usarlo y por qué decidí quitármelo

Desde que me vino mi primera menstruación, en torno a los 13 años, mi familia me pidió que usase el hiyab. La explicación que me dio mi madre estaba basada en argumentos de cultura y tradición, así como sociales: como ya era una mujer, debía protegerme de las malas influencias. Ningún hombre que no fuese familiar directo podía ver nuestro cuerpo. Desde entonces lo normalicé. Normalicé un trozo de tela cargado de presiones y exigencias, de crítica; un trozo de tela que no me convierte en una mujer más creyente, ni me hace estar más cerca de Dios; un trozo de tela que para lo único que sirve es para identificar y señalar a las mujeres musulmanas; un trozo de tela que no me representa. Yo soy más que un velo. 

Para mi familia me convertí en una pecadora 

Intenté tomar la decisión creando un consenso en mi familia, pero no fue posible. Mi marido -que se considera agnóstico y respeta cualquier creencia- me apoya, pero el problema lo encontré con mis padres y hermanos, que poco se han pensado quitarme el habla y considerarme una safera, una “descarada”. Pecadora. Y eso que el mensaje inicial partía de la libertad. Según mis progenitores, era libre de llevar el hiyab mientras lo llevase; cuando decidí quitármelo, descubrí que realmente era una obligación y que yo era menos para ellos por no lucir ese trozo de tela.

De repente, por quitarme el velo, se desvaneció todo aquello que hice por ellos. Una vida servicial, obediente, siempre haciendo lo que se espera de mí. Quitándome el velo me he dado cuenta de que jamás seré suficiente para nadie y que tengo que pensar en mí. Me he considerado valiente por dejar atrás una prenda que a mí me escondía, me oprimía. A mí, insisto. 

He tenido que gritar a mi comunidad que me deje en paz. “El hiyab te protege de las miradas de los hombres que no son tu marido”, “El hiyab protege nuestra dignidad”, “Es un símbolo de modestia”, “Refleja un sentimiento de orgullo hacia la religión”, “Está escrito en el Corán y te hace buena musulmana”, son algunas de las frases que he tenido que escuchar este último año en el que dudaba sobre retirar la prenda de mi armario o no. Tengo que escribir este artículo como “anónima” por miedo a las consecuencias, a la represalia. Dejadme en paz. 

Libertad

Desconocéis qué sensación fue notar el aire en mi pelo. Cómo jugueteaba la brisa con mis rizos. ¿Sabéis qué? Lloré. Lloré emocionada. Seguía siendo yo. No, más bien, empecé a ser yo. Creyente, pero crítica con según qué aspectos que no comparto. 

Sentí libertad. Y se supone que libertad tenemos las musulmanas para llevar velo o no. Yo, personalmente, no me he sentido libre hasta que me lo quité. 

 

Anónimo