• El día que enseñé el culo en yoga 

Empezar un nuevo hobby no es cosa menor, o, dicho de otra manera, es cosa mayor (como ya dijo Rajoy en su momento). Salir de tu zona de confort no suele ser fácil y por eso yo estuve posponiendo la idea de apuntarme al gimnasio varios años. Pero finalmente me armé de valor, me puse mi mejor camiseta de Caja Rural y me animé a buscar alguna clase que me llamase la atención.

Después de valorar las 300 clases que ofrecía mi gym, decidí que descartaría todo lo que implicase dar puñetazos y patadas al aire porque después de un embarazo una no estaba precisamente en la forma física de Rafael Nadal. Así que me decanté por algo más “tranquilo” y decidí apuntarme a yoga.

A la semana siguiente cuando llegué a la clase me sentía como el alien de la foto.

Estaba completamente fuera de lugar y mi cabeza no paraba de repetirme ¡¡¿CÓMO C*ÑO COLOCO LAS MANOS?!!. Os juro que hasta ese día no me había dado cuenta de la cantidad de formas que tiene mi cuerpo de demostrar al resto que estoy como un flan. 

Fijarme en el entorno tampoco ayudó mucho a que me calmara, aquello parecía un gimnasio de Beverly Hills, todo el mundo iba muy preparado, con ropa buena y esterillas que nada tenían que ver con la mía. Las comparaciones son odiosas, pero reconozco que mi esterilla era la más miserable de la clase y me atrevería a decir, que de España entera. Para que os hagáis una idea era igual de impermeable y resbaladiza que una servilleta de bar. De esas que utilizas por necesidad, pero sabes que van a fallarte más que tu ex tras pedirte una segunda oportunidad.

Pero allí estaba yo encima de aquella esterilla fina y traicionera, tratando de seguir a duras penas las cien mil posturas que indicaba el profesor. Hasta que de repente pasó lo inevitable, me resbalé. Me resbalé como nunca un ser humano se ha resbalado. Me resbalé tan fuerte que tuve que poner las manos para no partirme los dientes contra el suelo.

Justo cuando pensé que había esquivado una reconstrucción bucal completa oí un crujido sospechoso y de golpe recordé: Había gente en esa clase con menos edad que mis prendas de gimnasio. Cuando me miré en el reflejo del espejo vi un agujero descomunal en mis pantalones. Mis leggins no se habían roto, se habían desintegrado, lo que es un siniestro total de toda la vida de dios. Dejando mis bragas de Calvin Klon de color verde lima expuestas a los cuatro vientos.

 En ese momento os juro que quise abandonar silenciosamente la clase, coger mi pasaporte y empezar una nueva vida en una remota aldea de Taiwán. Pero como estaría feo abandonar a mi familia y amigos sin decir nada decidí enfrentarme a la vergüenza y mirar a mi alrededor. Para mi sorpresa casi nadie me estaba mirando y sólo dos compañeras (que estaban detrás de mí) se dieron cuenta de mi percance pantalonil.

Pero aquel día aprendí dos valiosas lecciones:

  • Invertir en unos buenos leggins salen más barato que un billete de avión a Taiwán.
  • Hagas lo que hagas, ponte bragas.

Barby