El día que mi novio me clavó un cuchillo (por accidente)

 

Cuando una se hace el listado de cualidades que una pareja debe tener para asegurar la compatibilidad, no piensa algo del tipo: “Que no comprometa mi integridad física”. Después de conocer a mi novio, y por si tuviera que volver a buscar pareja en el futuro, me voy a plantear muy seriamente incluir esta condición.

No me malinterpretéis, me trata como a una diosa. Pero, como es más bien manazas, yo me noto en peligro continuo. Amigas: vivo en la cuerda floja.

Una de las primeras noches que dormimos juntos, fue a alcanzar una botella de agua y me clavó las uñas en los pómulos, a ambos lados de la nariz, despertándome con un susto de muerte en mitad de la noche.

En otra ocasión, se le fue el carrito de la compra en el supermercado y me golpeó en la parte posterior del hueso astrágalo. Aprendí el nombre por entonces, pero no es relevante. La cuestión es que vi las estrellas.

Evito que conduzca porque, cuando lo hace, sujeta el volante con la tensión del que está en la silla eléctrica. Una hojita que se mueva en un matorral del arcén, lo asusta y lo fuerza a dar un breve volantazo. Sin víctimas hasta el momento, pero perceptible como para subirme los ovarios al cuello.

La cosa alcanzó otro nivel el pasado verano. Estábamos en un restaurante con otra pareja de amigos, charlando tranquilamente mientras esperábamos la comida. Y a él, que el pobre mío suele sobrestimar sus habilidades, le dio por ponerse a juguetear con los cubiertos. Entonces se le escurre el cuchillo en vertical y se me clava toda la punta en mi gemelo izquierdo. Me pinchó. Y dolió.

—¡Ay, ay! —me quejé.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó él.

—¡Pues que se me ha clavado el cuchillo!

—Anda, mujer, no es nada.

—Mira, mira, ¡que me está saliendo sangre!

Nos están mirando

Otras veces mi integridad física no queda tan expuesta, pero me invade una sensación particular: la de querer que me trague la tierra.

Paseábamos tranquilamente por las calles de Roma, en dirección a un pequeño local en el que, al parecer, hacen el mejor tiramisú de la ciudad. En la puerta había un bodegón de quesos junto a una pizarrita con cualquier mensaje cuqui. A él le da por coger queso y, desde dentro, la observadora camarera empezó a gritar: “¡No, no!”. Cuando fue a recolocar las piezas, se cayó todo el bodegón. La buena mujer no nos alertó por que le molestara que quisiera comer de gratis sin invitación, sino por su propia salud. Aquel queso era el que se llevaba poniendo día tras día durante semanas, no apto para consumo humano. Yo creo que, en realidad, era de plástico y ni lo notó.

Otra vez esnifó accidentalmente orégano cuando iba a olerlo. Y todavía se ve la mancha descolorida de la mesa del comedor, sobre la que puso una bandeja justo después de llevarse una hora en el horno.

Lo cuento por la anécdota y porque los dos nos lo tomamos con humor. Inicialmente, él suele reaccionar a la defensiva, más enfadado consigo mismo que otra cosa, pero ha aprendido a aceptarlo y se lo toma con humor. En realidad, esa escandalosa falta de habilidad manual forma parte de su encanto. Y nos proporciona horas y horas de diversión.

Si queréis sentir empatía hacia mí, temed por lo reducido de mi esperanza de vida, pero no por la ausencia de placer sexual. El tío es increíble en las artes amatorias. Le pone voluntad y, como escucha y es muy generoso, las sesiones son dignas de sobresaliente. Esto, unido a sus muchas cualidades, hace que compense vivir en alerta.

Azahara Abril

(Instagram: @azaharaabrilrelatos)