Hace un par de meses conocí a un chico y poco a poco me enamoré. Quizá no era el mejor momento, pero no pude evitar emocionarme cada vez que me escribía y por primera vez sentí la comodidad junto a una persona.

Yo no estaba bien. Acababa de salir de una relación que consumió cada gota de mi autoestima y no tenía claro ni quién era. Me generaba una inseguridad atroz todo: opinar, cantar en el coche, desnudarme, tener sexo, escribir artículos, hablar de política… Pensaba que era tonta, aburrida, poco atractiva y tremendamente mediocre. Me perdí por el camino.

Un día quedé con el chico de la sonrisa tímida y vimos una película en mi casa. No sé si la habréis visto o si es completamente irrelevante contaros el título, pero me marcó y tal vez a vosotras también. Se llamaba Your Name y contaba una historia de amor y de amistad. Lloré. No pude controlar las lágrimas y alborotadas empezaron a salir de mi. Él me miró con una sonrisa de ternura y yo dije:

“Ay. Perdón. Me he puesto ñoña.”

Pedí perdón por llorar. Él no se lo podía creer. Yo tampoco.

Creo que la frase que mas me ha repetido este chico es “no pidas perdón por eso” y con razón. Me quedé tan tocada tras cortar con mi ex que todo me hacía sentir culpable. Soy como un ave fénix renaciendo de sus cenizas disculpándose por cada pluma que vuelve a crecer. Sin embargo de todas las cosas por las que me he disculpado, llorar se lleva la palma. Nunca más, lo tengo claro.

No voy a volver a pedir perdón por emocionarme, por ser sensible, por ser frágil, por ser humana.

No voy a volver a pedir perdón por tener días de mierda, por meterme en la cama, por ponerme Anatomía de Grey para poder desahogarme.

No voy a volver a pedir perdón por llamar a mi padre cuando me siento sola, por ponerme música triste para llorar con ganas.

No voy a volver a pedir perdón por ser yo misma, con mis vulnerabilidades y todo lo que me hace ser quién soy.

 

Redacción WLS