Siempre me dio mucha envidia esa gente que, aún pasando de los 30, dice no haber sufrido ningún fallecimiento cercano. Ni un abuelo, ni un vecino, nada. A mí, que nací faltando ya uno de mis abuelos y que antes de los 18 ya no me quedaba ninguno, parece que me tocó la otra cara de la moneda.

A los 12 falleció mi abuela materna, un duro golpe para la familia, a pesar de ser algo esperado. Mis abuelos paternos murieron con un año de diferencia entre sí y, solo un año después, les siguió mi padre. Fueron tiempos realmente duros para mí. Comenzando mi vida independiente vi cómo enterraban a mis tíos mayores, lo que me acercaba peligrosamente la idea de que mi familia se hacía mayor y que las enfermedades eran imprevisibles. Por mucho que la ciencia avance, ciertos problemas de salud a partir de algunas edades ya son muy difíciles de solucionar.

La verdad que todas y cada una de esas muertes me había hecho pedazos, todas eran personas muy queridas para mí, importantísimas en mi vida y que extrañaría para siempre.

Hace unos años, en 2019, andaba acelerada con los preparativos de mi boda. Habían tardado varios meses más de lo acordado en darme las invitaciones y estaba desesperada por entregarlas cuanto antes. Además, empezaría pronto a trabajar en un nuevo curro donde los horarios no me ayudarían mucho para poder quedar con la gente a la que quería dar las invitaciones en persona.

Había pasado 10 años trabajando en una empresa horrible donde nos trataban fatal, había un ambiente de competitividad asqueroso fomentado por la dueña y nuestros derechos laborales eran el papel con el que se limpiaba el culo aquella señora. Pero, a pesar de todo, de allí habían salido varias de las amistades más importantes de mi vida. Tenía un pequeño grupo de amigas con las que sabía que podría contar siempre y por las que haría casi cualquier cosa. Al ir dejando la empresa (yo fui la última en irme) habíamos dejado de vernos tanto, pero estaban tan emocionadas por mi boda como yo. Había una (lo siento, pero prefiero llamarle X, se me hace duro escribir su nombre) a la que todo el mundo apreciaba. Era una chica sencilla, muy trabajadora y extremadamente bromista. A pesar de los malos rollos de aquella empresa por la que habían pasado cientos de personas a lo largo de los años, ella jamás había tenido una discusión o un problema con nadie. Siempre les tomaba el pelo a compañeros y encargados y todo el mundo se lo tomaba bien. Era imposible enfadarse con aquella sonrisa dulce y cercana.

Le gustaba más la fiesta que cualquier otra cosa en la vida y siempre mantuvo su vida privada como su propio nombre indica, en privado. A pesar de estar siempre riendo y bromeando, podías contar con ella para cualquier cosa. Nunca olvidaré cuando, en el entierro de mi padre (a más de 100km de la ciudad en la que vivíamos) la vi aparecer con el resto de compañeros, ¡si no llevaba en la empresa ni dos meses! Y allí estaba, a mi lado en un momento tan duro, preocupada por mi y sintiendo tener que irse tan pronto, pero debía cubrir mi turno en el trabajo, así que se volvió la primera, ella sola, a conducir más de una hora antes de una jornada dura de curro, un día que debería haber librado. Si se quejó nadie lo oyó, ella siempre sonreía.


Aquella horrible mañana mis hijos no estaban en casa. Tenía planes fuera con unos amigos, por lo que habían dormido con mi madre para no hacerlos madrugar (menos mal). Nos habían invitado a pasar el día en otra ciudad y a ver un espectáculo maravilloso que nos interesaba un montón. Sería la despedida perfecta antes de empezar en mi nuevo trabajo y dejar de tener tiempo libre los fines de semana. Desperté con el sonido de dos mensajes, raro en mí que no suelo prestar atención. Supongo que creí que serían nuestros amigos dándonos instrucciones de cómo llegar al sitio donde íbamos a comer. Desbloqueé el móvil confiada y estuve a punto de no leer todavía el mensaje cuando vi que era un enlace que alguien mandaba a un grupo, sería cualquier tontería. Pero no. Todavía tiemblo cuando lo recuerdo.

De medio lado en la cama, me incorporé al ver la foto en miniatura de aquella noticia. Se veía el coche de X totalmente destrozado. Su mejor amiga (gran amiga mía y excompi también de aquella horrible empresa) nos escribía como podía que X había muerto. Acto seguido la noticia de un periódico digital. No había duda, no podía ser una broma, ella jamás bromearía con algo así. Sólo pude escribir el nombre de esta chica, esperando no sé muy bien el qué. Mi mejor amiga escribió exactamente lo mismo y… De los siguientes instantes no recuerdo mucho más.

Oía gritos y golpes como si fueran ajenos a mí, no podía dejar de moverme, las lágrimas no me dejaban ver, el dolor no me dejaba oír. Solo podía gritar el nombre de X tan fuerte que mis cuerdas vocales amenazaban con romperse. Mi novio no entendía nada, intentaba pararme, agarrarme, tranquilizarme, mientras preguntaba qué había pasado. En uno de mis giros sobre la cama me arrebató el teléfono y pudo ver los últimos mensajes. Me abrazó sin parar de decir cuanto lo sentía. Llamé a mi mejor amiga. Los primeros minutos solamente gritamos. Después, entre sollozos y desesperación nos ofrecimos a hacer nosotras las llamadas a todas las personas que hubiesen trabajado con X en la empresa, incluso a avisar en la propia empresa, a pesar de habernos ido en malos términos. Nadie lo sabía más que yo pero mi amiga estaba embarazada, así que le dije que yo me encargaría de eso, que ella no debía alterarse.


Pasé varias horas llamando a personas de las que creí que nunca más sabría nada. Todas y cada una de ellas reaccionaron igual, todas lloraban desconsoladas al conocer la noticia. Nadie podía entender tamaña injusticia. Tan joven, tan vital y alegre… Todas reaccionaban fatal excepto una, que fue quien me dio energía para seguir adelante con mi tarea.

Me dijo “Luna, ¿tu te das cuenta del poco tiempo que X estuvo en la tierra? ¿Te das cuenta de lo afortunadas que somos de haber compartido tanto con ella? ¡Es increíble! Hemos tenido mucha suerte. Hay gente que vive décadas y no conoce en su vida a alguien tan especial como era X, ¡y nosotras disfrutamos de ella casi una década!” Con ese mensaje acudí al tanatorio, con la invitación con su nombre que seguía en el coche desde la última vez que la resaca no le había permitido acudir a una reunión de colegas.

Había enterrado a mis abuelos, había visto la caja de mi padre entrar en un horno y sujeté aquella diminuta urna en mis manos… Pero jamás había sentido un dolor tan profundo como aquel. No éramos íntimas. Podíamos pasar meses sin vernos. Pero era tan joven, tan vital, tan alegre… Y pocas sabían de su sufrimiento, de sus penas ni sus preocupaciones porque, a pesar de tener cientos, no quería amargar a nadie con sus mierdas, pudiendo echarle un poco de sal en el refresco a alguien y reírse a carcajadas. Cientos de personas pasaron por allí, nadie podía decir una palabra negativa de ella. Gente que la conocía hacía pocos días en su nuevo trabajo, lloraban tristes de no haber podido conocerla más. Con lo que le gustaba la fiesta… Y murió de camino al trabajo, agotada por doblar turnos.

Espero al menos que llevase buena música y allá donde esté pueda seguir bailando, como siempre siempre decía: “Con la mano arriba”.